Vuelta olímpica en el Cerro
El comienzo de las palabras que escribí para despedir al Loco Garisto esbozaban una reflexión sobre la vida actual. Esa que transcurre en el devenir de la estrechez de las 140 palabras del “tuit”. La verdad es la realidad y no lo que la gente cree. Y esa es la dura realidad que día tras días gana cada vez más adeptos. En ese río informativo que hoy trasciende con el nombre de “redes sociales”, la existencia humana se apura fagocitando episodios sin profundizar en su análisis, en la historia que corre por detrás del acontecimiento y que aporta datos interesantes, a veces poco conocidos o recordados, que agregan valor y atractivo a la comunicación de una noticia. “Coincido contigo que la cobertura sobre el deceso de Luis Garisto fue extremadamente pobre”, me escribió Alberto Schiavone en un mail juzgando la difusión en las “redes”, la “web” y los medios escritos de la información de la partida del Loco. Con el autor de esa definición concluyente compartí durante muchos años la redacción de El Diario, en el tiempo aquel donde el permanente repiqueteo de las teclas de las máquinas de escribir, complementado por el de las teletipos que traían la información del exterior, era una usina incesante que cada tarde paría un hijo nuevo. Que “hacer” un ejemplar cada día es eso. “Hacer” un hijo. Un hijo que los gorriones callejeros se llevaban debajo del brazo mientras ahuecaban la voz para comerciar su producto: “¡El Diario, fóbal y carreras!”.
Alberto pegó en el clavo al catalogar de “pobre” los escuetos y cortos obituarios que aparecieron en las “redes” y colgaron en la “web”. Apretadas en ese desfiladero en que se han transformado los medios de prensa bajo el paraguas equivocado que sostiene la mediocridad de “que la gente ya no lee”, todos ellos resultaban simples copias una de los otros, sin pudor por parte de los autores. Lo peor es que esta realidad –“como todo lo que sucede en el periodismo actual”, según la concluyente afirmación posterior de Schiavone en su mail-, se repite sin solución de continuidad, sin que se levanten voces que alerten sobre esta grave situación y los perjuicios que ocasionan al “saber”, a la educación de la sociedad que insensiblemente sufre el descaecimiento de la capacidad de pensar y el conocimiento.
Ningún hecho de la existencia personal de cada individuo, cada país, cada sociedad, es el fruto de una sola causa. Confluyen de manera muchas veces imperceptible e, incluso yuxtaponiéndose, diversidad de decisiones o transformación de costumbres, para generar profundos cambios que en el área del conocimiento lejos de agregar valor, lo quitan.
La eliminación de los feriados patrios trasladándolos para los lunes en búsqueda de fines comerciales y de turismo, aspectos totalmente reñidos con la educación. El desconocimiento en que ha caído la personalidad, figura y trayectoria de Artigas, escamoteándose su enseñanza en los centros escolares y liceales. La mutación de la figura de “la maestra”, permanente novia imposible de la niñez en nuestra época de alumnos de primaria en la escuela pública n.º 90, luego denominada Pedro Figari, hoy atacada y vilipendiada por padres de niños cuestionadores tan diferentes a aquellos que vivimos donde “el padre y la maestra” siempre tenían razón. La rebaja de status del policía, en mi tiempo de adolescente representante de la ley y el Estado al que se le prestaba obediencia. A tal grado se prolongaba ese respecto por el “agente” que los fines de semana, cuando nos poníamos a jugar al fútbol en la calle utilizando dos piedras para marcar los arcos en la mitad de los “paños” del hormigón, nunca faltaba una vecina que llamaba a la comisaria –la seccional 13 de Avda. Gral. Flores casi Garibaldi-, realizando la denuncia y… el “picado” terminaba cuando llegaban dos policías en bicicleta, uno por cada cuadra, nos pedía la pelota, generalmente de goma, se la entregábamos y procedía a cortarla con una navaja sin que nuestros reclamos los conmoviera. Estaba prohibido jugar al fútbol en la calle e interrumpir con nuestros gritos y pelotazos la tradicional siesta de los habitantes del barrio. Cientos de ejemplos más están en nuestra mente y en los de mi época a los cuales echar manos para poner en blanco y negro los cambios operados en el mundo todo en el devenir de las últimas cinco décadas.
El hilo de la cometa de la columna se enredó con estas disquisiciones sobre el ayer y el hoy. El telón de la misma lleva mi mente a otro episodio que sirve como anillo al dedo confirmando lo expresado. Ocurrió hace casi medio siglo y un puñado de días. Mi mente me lleva al estadio entonces llamado de Cerro, de reciente inauguración en agosto de 1964. Allí estaba el 12 de diciembre de 1965 en el palco oficial junto a mi padre, cumpliendo con esa religión de asistir todos los fines de semana –sábados y domingo- a ver los encuentros que disputaban Nacional y Peñarol. Amparado en su condición de vicepresidente de la Comisión Nacional de Educación Física, la entrada gratis era el motivo para concurrir a ver todos los partidos de fútbol que se podían, en tiempos sin televisión. Esta tarde Peñarol le ganó a Cerro y concretó un hecho histórico en las entonces muy modernas instalaciones que del club albiceleste. No hubo entrega de la copa en la cancha. Esa práctica hoy habitual ceremonia marquetinera, en aquel tiempo no existía. Delante de las cuatro tribunas casi repletas, se consagró campeón uruguayo en esa cancha. La vuelta olímpica coronó aquel triunfo.
El capitán Gonçalvez disfrutó de la séptima consagración en el Campeonato Uruguayo que logró de forma histórica. El 12 de diciembre en el estadio Luis Tróccoli, al vencer a Cerro 3:2, los aurinegros obtuvieron el título en ese escenario inaugurado el año anterior. Nunca más se repitió ese episodio.
—¿Lo recuerda?
—Sí, porque convertí uno de mis 14 goles con Peñarol.
—Ganaba 2:1 parcialmente Cerro.
—Empató Alfano o Lito Silva, no me acuerdo, y faltando poco metí el gol; muy parecido al que le hice a Independiente. Amontonamiento de hombres en el área, rebota la pelota, sale para el medio y le pegué como venía a donde saliera. Y se metió en el arco, ja, ja.[1]
Recorrí la web y “las redes”. Ninguna de las crónicas que leí sobre la consagración de Peñarol en el campeonato clausura de la temporada 2016/2017, hacían mención a este episodio. El hecho de que transcurrieran cincuenta y dos años para que se repitiera -pienso, creo- merecía al menos un simple apunte. Días después en “¿Usted que opina?” por radio Sport 890, tuve ocasión de mencionarlo y ampliar datos sobre aquella tarde, merced a la requisitoria siempre oportuna de Sergio Gorzy y sus compañeros.
Un apunte final referido a la hermosa escultura que existía en el perímetro exterior cuando el estadio de Cerro se inauguró el 22 de agosto de 1964. Leopoldo Novoa es su autor. El trabajo mereció amplio destaque en medios internacionales por su concepción y la jerarquía del escultor. Dejo la constancia como consecuencia de que hice mención a ella en el diálogo con Gorzy sin mencionar, -por no recordarlo en ese momento- al padre de la criatura. Salute.
[1] Atilio Garrido. “Tito Gonçalvez, nació y murió capitán”, ediciones Aguilar, 2017, 256:257.