Una realidad hecha sueño
En una nueva entrega, el autor abunda en los detalles de una gesta que no vivió -la del Uruguay de 1928-, pero a la que el rigor de la historia y la fuerza sagrada de la imaginación lo acercaron.
Escribe: Juan Carlos Scelza
Habían pasado solo 72 horas. El enorme desgaste del esfuerzo físico y emocional de aquella final de 120 minutos deparó, como era de esperar, consecuencias que implicaron cinco cambios en la oncena celeste. El reloj marca las 17 horas y 33 minutos. Miguel Pastorino pide cámara desde el vestuario local y anuncia lo que ya había presagiado en sus informaciones anteriores de la larga previa. “Llegó Uruguay y se confirman los cinco cambios que anunciamos. Juan Píriz ingresa en la mitad de la cancha por el aurinegro Lorenzo Fernández. Las demás variantes se dan en ofensiva: Retorna el ‘Mago’ tricolor, Scarone, y sale Castro, Juan Pedro Arremón sustituye a Santos Urdinarán, y los bohemios Borjas y Figueroa se meten en el equipo, en sustitución de Campolo y Petrone.”
La gran expectativa generada por el nuevo choque sudamericano había movilizado una gran concurrencia, que aun a falta de una hora y media se notaba en las tribunas del Estadio Olímpico de Amsterdam.
No pasaron diez minutos para que la noticia llegara del camarín albiceleste. Pablo Londinsky confirmaba el equipo argentino. “Se despejaron las dudas. A diferencia de las muchas modificaciones de Uruguay, en Argentina debuta en el torneo el racinguista Feliciano Perducca, la única variante con relación a la pasada final, sustituyendo al delantero de Gimnasia y Esgrima Enrique Gainzarain”.
Los Juegos en Holanda volvían a destacar a dos figuras que habían sobresalido cuatro años antes. Paavo Nurmi se llevó nueve medallas para Finlandia, con tres de oro en pruebas de fondo y medio fondo. En natación, el austrohúngaro Johny Weissmuller, nacionalizado estadounidense, ganó cinco medallas de oro y una de bronce. Ya en esa época el deporte era un trampolín a la fama. Pocos meses después, Weissmuller firmó un contrato con BVD para promocionar ropa interior masculina, y al poco tiempo se transformó en el protagonista cinematográfico de “Tarzán”.
“Son diez los goles marcados hasta ahora por los celestes. Petrone, que hoy no estará en el equipo, es el máximo goleador, con cuatro.” A la nueva intervención de Pastorino se sumó el aporte de Londinsky, con estadísticas argentinas. “Solo Domingo Tarasconi registra más goles que toda la delantera uruguaya. El atacante boquense anotó once de los veinticuatro tantos argentinos”.
Con esos datos Alberto Sonsol, ya próximo a la salida de los equipos, nos plantea un comentario previo. “Aunque los números albicelestes sean más contundentes, la final que jugaron aquí mismo hace tres días ha marcado una notoria paridad. Uruguay busca frescura física en los cambios, y Argentina exige al máximo a su plantel, que -es cierto- tuvo menor desgaste ante rivales más débiles como Estados Unidos, al que venció 11 a 2, o Egipto, al que le convirtió 6 tantos”.
Se vendieron algo más de 28.000 entradas. El ingreso de viejos conocidos fue saludado con entusiasmo. El primero en aparecer fue Argentina. Tras aquel 1 a 1, esta vez debía haber un ganador. “Se saludaron efusivamente los capitanes Monti y Nasazzi. Johannes Mutters, el árbitro local, indica que mueve Uruguay”. Juan Pablo Taibo, a nivel de campo de juego sobre la tribuna opuesta al palco y por delante de la pista del velódromo, aportaba datos del sorteo y hacía referencia a la vestimenta arbitral. Los tres lucían saco gris oscuro y camisa blanca, pero el asistente belga Maek los complementó con short blanco, mientras que el austríaco Foltynski, a diferencia de sus compañeros, utilizó una corbata a tono.
Largamos. Comienza con puntualidad. “Atento Uruguay, cuánto nervio… ¡empieza la gran final! Mueve Scarone para Borjas, y toca atrás para Gestido”. Alberto, exaltado, fiel a su estilo, subía los decibeles de su relato, que acompañaba los primeros minutos de dominio celeste. Atrás quedaba la victoria ante Holanda del debut, así como los cuatro goles a Alemania y el ajustado triunfo contra los italianos por 3 a 2. Enfrente estaba la tan respetada Argentina, a la que los celestes no habían podido superar ni en el sudamericano de hacía unos meses -2:3- ni en la empardada final de 72 horas antes.
Un rebote y la pelota que le queda servida a Figueroa, quien la manda a red. Corrían 17 minutos, y Uruguay ganaba 1 a 0. “¡El chueco, el chueco apareció para abrir el marcador!”. Unos cuantos holandeses se daban vuelta con asombro, desacostumbrados a un relato tan espontáneo como subido de tono.
Y al relato le siguió el inmediato aporte de Miguel. “¡No te imaginás cómo se abrazaron Mazali y Arispe!”, indicó, apuntando a la tranquilidad que significaba aquella tempranera conquista para poder manejar el trámite. Al igual que en el partido anterior, Uruguay pegaba primero.
Once minutos tan solo duró la alegría. Argentina salió a buscarlo, y después de un tiro de esquina de Orsi, un rebote le permitió a Monti girar y rematar para conseguir la igualdad. ¿Quién diría que unos años después ambos serían Campeones del Mundo con Italia en 1934 y compañeros en la Juventus?
Algún revolcón del arquero de Talleres de Remedios de Escalada, Ángel Bossio (por algo lo apodaban la “maravilla elástica”) estiró la igualdad. También Mazali, y hasta Píriz y Andrade en la línea, salvaron a Uruguay de la derrota.
“Va para Tarasconi. Bien Píriz que la roba, larga para Borjas, entra el Mago…Está… GOOOOOOOOLLLLLL” Alberto enronquecía, pero aún faltaba algo más de un cuarto de hora. “Sagaz, intuitivo, sorprendente, demostrando por qué es considerado el mejor del mundo, apareció Héctor Scarone como siempre, una vez más”. Adjetivo más o menos, era mi forma de simbolizar la importancia del gol que valía oro, el momento crucial del partido y la jerarquía del fenomenal delantero celeste.
De allí al final la lucha sería titánica, con un Uruguay resistente y una Argentina avasallante. Pitó el árbitro local, mientras en la veraniega tardecita los últimos destellos solares iluminaban los abrazos celestes. “Lo vi venir a Scarone, la peiné y le grité ‘¡Tuya, Héctor!’”: al costado de la cancha, René Borjas evocaba ante Pastorino una inspiración que terminaría siendo célebre y que se convertiría en un gol que fue título y oro olímpico. Una frase, bueno es recordarlo, que acompañó eternamente al épico fútbol oriental.
Esperando por el himno y entre llantos y alegría, era Taibo el que aportaba la palabra de Félix Polleri, ex presidente aurinegro y dirigente del Partido Colorado, que presidía la delegación. Londinsky iniciaba el diálogo con Primo Gianotti, el responsable técnico y físico del notable equipo que acababa de consagrarse. Todos hablaban sin drama: uno y otro de aquella generación, la más ganadora de toda la historia. Mazali, Arispe, Nasazzi, Andrade, Cea, Scarone, Petrone y Urdinarán repetían la consagración olímpica del 24, y varios de ellos serían campeones del mundo en Montevideo dos años después.
La torrencial lluvia no impidió el festejo en Uruguay, porque a la distancia la gente salió a la calle. No era un triunfo más: esta vez era ante Argentina, el rival tradicional. Un flamante título internacional se sumaba a la superioridad mostrada en la reciente historia sudamericana, con la obtención de los campeonatos de 1916 en Argentina, de 1917 en Uruguay, de 1920 en Chile, de 1923 y 1924 como local, y de 1926, otra cita en territorio trasandino.
Como en tantas ocasiones que repetiría en décadas posteriores, Uruguay conseguía el campeonato barriendo con las ambiciones del local. Esta vez era Holanda en el primer partido, como lo había sido en Colombes en la goleada de cuartos de final 5 a 1 a los franceses, del mismo modo en que se registraría en 1950 el “Maracanazo”.
La gente aplaudía, las estrofas sonaron fuerte, la bandera ondeó en lo más alto, y el mundo volvía a asombrarse. Seguramente, la experiencia de 1924 y la gran gira de Nacional del 25 contribuyeron a la nueva gesta celeste. Se apagaba el 13 de junio, aunque se encendía la rica costumbre ganadora del fútbol uruguayo. La historia fue real, la transmisión, solo un sueño. Pero qué lindo hubiese sido vivirlo.