Un mito inasible
El autor repasa algunos de los sedimentos deportivos, culturales y sociológicos que dejó el Maracanazo, con la palabra exclusiva del ex presidente Sanguinetti y del escritor Mauricio Rosencof.
En su inapelable y cada vez más vigente “Moral para intelectuales”, el gran humanista uruguayo Carlos Vaz Ferreira escribió: “La prensa es un bien, un inmenso bien, es todo lo que se dice, y hasta todo lo que se declama sobre ella; es apostolado, sacerdocio, cuarto poder y todo lo demás… y entretanto hay en la prensa, a mi juicio, una causa de inmoralidad intrínseca, inevitable, que puede descomponerse en dos: en lo relativo a los hechos, la obligación de afirmar sin información bastante; y en lo relativo a la doctrina, la obligación de opinar sobre todos los asuntos”.
Si aquella llamada sobre el rigor intelectual y sobre la necesidad de evitar la tentación de la “todología” era cierta en 1908 y en las sucesivas ediciones que siguieron a la original, cuánto más lo es hoy, en un mundo donde la atomización de la información es un fenómeno irremediable, y donde la necesidad de contar con medios serios que la sigan chequeando puede ser la diferencia entre una sociedad abierta y otra autoritaria.
Hoy, precisamente, que hace escasos días se cumplieron 70 años del Maracanazo, un hecho sobre el que muchas veces aquellas dos tentaciones que señalaba Vaz Ferreira estuvieron tan disponibles, y respecto del cual todos queremos saber algo más, porque hablando de la hazaña estamos hablando de la naturaleza misma del Uruguay. Y del relato idílico, con visos ciertos y otros idealizados, que hemos repetido. O sea de la construcción de un sentido común que nos interpela, que nos emociona y que, como si fuera una canción de Alfredo Zitarrosa para esta tierra, una ópera de Verdi para Italia o una película de John Ford para los Estados Unidos, también ayuda a construir identidad.
Hace pocas horas, la FIFA compartió en Instagram una obra gráfica que, en ocasión de rendir tributo a la gesta, reunió en una sola imagen a Ghiggia, Obdulio y Schiaffino con Luis Suárez, Diego Forlán, Federico Valverde y quien acaso haya sido el heredero moderno del enorme Juan Alberto: Enzo Francescoli. A partir de ahora, cuando los jóvenes que vean el cuadro pronuncien los nombres de sus protagonistas, evocarán mucho más que esos nombres. Ese es el poder unificador de los mitos, al que tan bien se refirió Joseph Campbell. Y esa es la fuerza hipnótica, abrasadora y universal del fútbol, un fenómeno de masas deportivo y sociológico.
“Maracaná fue para la identidad uruguaya un capítulo esencial, algo así como la nueva Batalla de Las Piedras. Así la vivimos y así la sentimos, con orgullo patriótico”, asegura Julio María Sanguinetti, ex presidente de la República, periodista, escritor, crítico de arte y presidente honorario de Peñarol, consultado por Tenfield.com. Y agrega: “La contracara es que nos contagió de un triunfalismo que nos hizo vivir como fracaso el cuarto puesto de 1954 y con pocos aplausos el cuarto puesto de México en 1970, de manera tal que recién pudimos celebrar como éxito el cuarto puesto de Sudáfrica, sesenta años después. Pero nunca queda claro que todo es un milagro para un país con poco más de tres millones de habitantes”.
Un milagro que otro entrevistado de lujo, el escritor Mauricio Rosencof, reivindica enteramente: “Decir que lo de Maracaná es para deprimir a las nuevas generaciones es disminuirlo. Maracaná es un ejemplo y un pedazo de nuestra historia. Somos nuestra memoria, y sin entender el pasado no somos nada”.
Añade el autor de “Las cartas que no llegaron”, en diálogo con este portal: “Así como las Olimpíadas expresan al pueblo griego, el fútbol, con el que inauguramos los Juegos, tiene para nosotros una raigambre popular que viene de costumbres muy hondas. Uruguay es un país pequeño, con una población escasa y con una pobreza sencilla, cuyos representantes fueron capaces de recoger lo mejor de las tradiciones históricas populares, desde las huelgas de principios del siglo XX hasta la Batalla de las Piedras. Los gauchos de Artigas no estaban demasiado mejor vestidos que los jugadores de Maracaná, quienes debieron comprarse sus propios zapatos y, a cambio de haber salido campeones, una dirigencia espantosa les regaló toallas y frazadas. El hombre vive del pan, pero también del heroísmo de las patriadas deportivas”.
Entre gritos y galeras. Rosencof recuerda sin eufemismos una época en que la gran aspiración de cada figura celeste era conseguir trabajo, y en la que una estrella eterna del fútbol argentino, como Walter Gómez, terminó cuidando autos en el estadio de River Plate: “Y cantaban ¡‘la gente ya no come por ver a Walter Gómez’! ¿Te das cuenta?”.
Años en que “recién se empezaban a mover los pases al extranjero”, si, tal como subraya Obdulio Varela desde otra galaxia, en la imprescindible película que realizaran Sebastián Bednarik y Andrés Varela, “todavía estábamos en la era de los esclavos”.
“Cuando empezó la huelga de los futbolistas, hubo un acto en Centenario y Garibaldi, y ahí estaba Obdulio, que cuando jugaba en Peñarol se tomaba un tinto con el meñique para arriba, porque era un conde. Y a él, que tuvieron que ir a buscarlo a una obra de la construcción y que fue el símbolo del Mundial, le preocupaba que sus compañeros nunca vieran un mango y que no tuvieran para el ómnibus. ¡Así que Obdulio era del Sunca antes de que el Sunca existiera! Pero como capitán se ocupó de integrar al ‘León’ Matías González, quien no había participado en la huelga y estaba siendo muy marginado del plantel uruguayo, cosa que solo puede hacer un Negro Jefe”, dice con alegría Mauricio.
Y como un viejo brujo, escribe hablando: “Los héroes de Maracaná muchas veces sufrieron un destino parecido al de Julio Pérez, cuya viuda llegó a pedir desgañitadamente que le acercaran los medicamentos que necesitaba el esposo. Pero se entrenaron por cuenta propia porque la dirigencia era nefasta, porque se acomodaba a sí misma y porque pensaba que en la final del Mundo lo importante era evitar que nos hicieran cuatro goles. De todas maneras ellos siguieron, porque los de afuera son de palo”.
Remata el artista: “¿Sabés lo que era verlo jugar a Schiaffino? Era un lujo. Su hermano Raúl fue un crack y conformó la famosa delantera de bajitos aurinegros, integrada por Ortiz, Gelpi, Schiaffino, Chirimini y Vidal. Y a Pepe, aunque te parezca mentira, había gente que lo criticaba por no meter la pata. Andá a decir eso de Schiaffino ahora: ¡te circuncidan la lengua!”.
De sonrisas melancólicas. El Uruguay que consiguió consagrarse en Río de Janeiro no estaba atravesado ni de cerca por los conflictos que llevaron a que en 1967 Carlos Maggi escribiera: “¿Hasta cuándo podremos seguir aproximándonos a la miseria y a la violencia sin caer de lleno en ninguno de estos dos infiernos?”.
Así lo explica el sociólogo Federico Irazábal: “El Maracaná es inentendible si uno no mira el contexto uruguayo, que venía favorecido por la crisis internacional a partir de la Segunda Guerra Mundial, una crisis que al país lo benefició y le dio una enorme prosperidad, la que se extendería con la Guerra de Corea, durante la cual logramos vender cifras récord de carne y de lana, entre otros productos. Y ese período de prosperidad contraria a buena parte del mundo coincidió con la consolidación de una expansión de derechos sociales ciudadanos, y con el neobatllismo de Batlle Berres. Esta primavera no puede pasar inadvertida, y tuvo su quiebre en la década del 60, que implicó un retroceso, con un deterioro institucional importante que de alguna manera fue la contracara del Uruguay de Maracaná”.
Sin embargo, las condiciones de “esclavitud” señaladas con crudeza por Obdulio solo cambiaron con el advenimiento de un fútbol profesional, moderno y respetuoso de los derechos individuales. Y por eso no es raro que Francisco Casal, la misma persona que profesionalizó las relaciones entre los diversos actores del fútbol nacional -dándoles un piso de dignidad del que carecían y proyectando internacionalmente a talentos como Francescoli, Rubén Paz, Ruben Sosa, Antonio Alzamendi y Carlos Aguilera- fuera quien ayudó silenciosamente a muchos de aquellos “gauchos de Artigas” que nos representaron en Brasil, respecto a los cuales hace pocas horas compartió: “No sé por qué rara condición a los uruguayos nos cuesta mucho homenajear en vida. Quiero que tomemos conciencia de lo que han significado, hay que leer la historia nada más. De Artigas hacia aquí, fueron pioneros en marcar línea para nosotros como país, en mostrar que se puede, en luchar contra la adversidad. Eso que tanto nos vincula a los uruguayos en el mundo. Ese afán de poder, de ganar, de cuanto más difícil, más la peleamos. Y ellos fueron los padres de la criatura, junto a los campeones de 1924, 1928 y 1930. Por eso debemos replantear y darnos cuenta de que es bueno decir gracias”.
Es que la idolatría eterna que Uruguay le prodiga a Obdulio -paradójicamente un enemigo declarado del endiosamiento- es uno de sus símbolos más identificables y menos polémicos. Pero no es menos cierto que, unida a aquella devoción, tenemos la costumbre de negar o minimizar la estatura de cracks orientales que el mundo admira, desde Francescoli, quien con la selección ganó más Copas América que todo Chile en su historia, hasta Rubén Paz, uno de los mayores ídolos en la historia de Racing de Avellaneda, o Diego Forlán, que en un solo Mundial fue el mejor jugador, el máximo artillero y el autor del gol más bonito.
Esa tendencia patológica a anteponer la palabra “pero” para relativizar cada logro es denunciada por un maestro como Roberto Matosas. Y en el libro “Peñarol y su gente” la expresa muy claramente el propio Sanguinetti, cuando declara: “El fútbol de Schiaffino era un fútbol moderno, con la búsqueda del espacio total y el juego en largo, practicado por un deportista que tenía todas las capacidades: marcaba como nadie sin dar un puntapié, era veloz, shoteaba a la perfección en cualquier circunstancia, pero su gran cualidad era que todo el mundo terminaba jugando a lo que él quería, aun sin ordenarlo. Y hay ahí una característica muy importante, histórica también, que es que a Schiaffino no se lo entendía. Para mí, es uno de los cracks más completos a nivel mundial de cualquier época. Sin embargo, no fue un ídolo, porque la gente apreciaba mucho más la fuerza de Hohberg, las habilidades de Míguez o el liderazgo de Varela, ni un caudillo, por su propia personalidad de individuo retraído, muy lejano al estereotipo del tipo alegre y bohemio de esa era. Cuando empezó a ser un hito en la historia del fútbol italiano, la cosa cambió. Pero un tópico entre los muchachos de la época era su supuesta frialdad”.
Entonces, si con ese prodigio de la táctica, de la inteligencia y de la fineza sucedió eso, ¿qué podemos esperar en relación a los demás? Que si estamos presos de algunas ataduras mentales, que al menos no dejemos de estar presos de ese sueño hermoso llamado Maracaná.
Porque aunque Maggi tenga razón cuando dice que “este triunfo se convirtió en un rasgo fundamental de la identidad uruguaya”, y que “el país jamás logró igualarlo y vive bajo su sombra hasta el día de hoy”, también son ciertos estos versos que Hugo Fattoruso, otro artista cercano al corazón de ese otro gran maestro literario, canta con la musicalidad que le es inherente: “Cuando la emoción te envuelve el alma, verás que el tiempo es una canción que no se olvida jamás”.
¿Alguien se atrevería a decir, hablando de tiempo y a propósito de la gran gesta, que setenta años no es nada? A que sí.