Salve Kiko
–Melo es meta fiesta. Yo vivía a tres cuadras de la estación. Mi padre era concesionario de la cantina del club Artigas, pero además del Artigas, tenés el club Remeros y el Bancario. Y de noche timba y baile. El Centro Obrero, el club Unión, el Ansina de los morenos… ¡Cinco bailes en carnaval! Melo es así. Allá hicieron un casamiento homosexual ya el siglo pasado, con doscientos invitados, con cura y todo. Aquello es Macondo –dice Francisco “Kiko” Salomón, quien a los diecisiete años se vino a vivir a Montevideo, para jugar al fútbol y quería volver corriendo a Melo, pero el fútbol lo llevó Caracas, a Porto Alegre y allí lo abandonó.
-Yo nunca dejé el fútbol; el fútbol me dejó a mí.
Era Campeón con el Inter, seleccionado uruguayo y estaba por firmar con Peñarol para volver a Uruguay, cuando fue a restar una pelota y Everaldo le bajó la plancha y lo quebró.
–Después de eso pude volver a practicar en Defensor, pero en un entrenamiento, al caer de un salto, se me volvió a abrir la fractura. Me acuerdo que en ese momento, Paco (Casal), al ver lo que me había pasado, empezó a darse la cabeza contra los fierros de la cancha de básquetbol.
La fractura se arregló pero en la recuperación perdí movilidad en el tobillo y no pude volver a jugar.
Entonces volvió a Melo por poco tiempo (una página olvidada o desconocida de su historia), a ensayar, como entrenador, todo lo que luego haría con gran éxito en Las Piedras, en Tacuarembó, en Montevideo y en el exterior, lo que había aprendido en el Internacional de Porto Alegre, sobre posesión de la pelota y antes, en el Defensor con el que fue Campeón en el 76, del Profe De León, sobre achique ofensivo, marca agresiva a la pelota, poniendo el bloque en cancha rival.
El cuadro del Kiko presionaba y no dejaba al contrario pasar de la mitad de la cancha, por bastante tiempo. Para eso practicaba, a veces, sin golero, como hacía el Profe, para asegurar que la pelota no le llegara al área propia. Sus futbolistas estaban convencidos pero, aquella tarde, no pudieron jugar el partido. Se suspendió apenas dos minutos después de comenzado.
–Melo es un pozo –explica Kiko– y cuando la niebla baja, tapa todo.
La cancha tenía entrada para los jugadores como el Franzini o el Saroldi, por una esquina, atrás de un banderín de corner. Por ahí tuvieron que volver a los vestuarios, tanteando el banderín y el alambrado para no perderse, porque no se veía la puerta hasta tenerla a tres metros. Se quedaron en el vestuario, en torno a una mesa de masajes, con olor a linimento, tomando mate y escuchando anécdotas del Kiko, hasta que levantara un poco la niebla.
–Lo que yo cuento son anécdotas verdaderas –dice el Kiko–, no como lo que cuenta Beethoven (Javier) de Treinta y Tres que el treinta y tres por ciento es mentira.
En el 71 nos fuimos de gira con Defensor y cuando pasamos por Venezuela, el Pepe Sasía me vio jugar y me pidió para el Galicia. Yo no conocía ni el dólar. Consulté con Hamlet Tabárez, que era el mayor.
–¿Cuánto te ofrecen? –me preguntó.
–Tres mil dólares y el apartamento en Caracas –le digo.
–Quedáte –me dicen todos.
–¿Qué?, ¿es plata? –pregunto.
–En Uruguay tenés que trabajar diez años para ganar eso –me dicen.
–Pero quieren que me quede ya, porque están en pleno campeonato. No me dejan volver al Uruguay.
–Quedáte.
Yo tenía veintiún años. No había llegado a conocer Montevideo y me habían metido en el avión.
Me quedé en Aruba, llorando.
Finalizaba la temporada 73 en la liga venezolana. Partido clasificatorio para la Liguilla Prelibertadores; José Sasía, técnico del Galicia; Francisco Salomón, zaguero central, alto, pelilargo y narigón. Faltando cinco minutos para terminar, van empatados y se arma tremenda trifulca. Se suspende el partido. Al reanudarse gana el Galicia con gol de Salomón de cabeza en la hora. A la semana siguiente Sasía y Salomón son citados con un auto de detención porque fueron denunciados como los que más pegaron en la gresca. Consultan a un abogado y éste les aconseja que no se presenten hasta después de las fiestas, para evitar pasarlas arrestados.
No pueden salir del país. Se esconden hasta el 8 de enero de 1974 y ese día se presentan.
Quedan arrestados en una celda junto a treinta y dos venezolanos que enseguida les piden plata.
Sacan un corte.
–Si no aparece la plata vamos a matar a uno –dicen.
–¡Qué van a matar…! –contesta Salomón.
–Tranquilo, Kiko –le dice Sasía.
–Pero, Pepe, ‘tan de pesuca…
–Tranquilo, Kiko; vamo’ a ponernos contra la pared.
El Pepe los miraba:
–Tranquilo, Kiko, que nos tenemos que pelear con los treinta y dos.
Después de hablar unas palabras, el Pepe saca unos billetes y les dice:
–¿Ven que hablando se arregla?
En la celda no cabía un alma y gracias al Pepe zafé de que me mataran, pero después nos pasaron a otro retén judicial.
Pasamos las de Caín. Había gente procesada con cadena perpetua, con cincuenta años de prisión, con treinta años de prisión y estaban junto con nosotros. La pasamos fea. Cada viaje al juzgado a declarar teníamos que tirarnos de panza en el ómnibus, porque las balas de la guerrilla pasaban entre los vidrios. Una cosa es contarla y otra es estar ahí. Estuvimos veinticinco días presos, veinticinco días fatales. Estar preso no se lo deseo a nadie. Que te priven la libertad es embromado y más en un país extranjero, pero lo supimos llevar.
Salimos, volvimos a trabajar, pero no podíamos salir del país. Teníamos prohibido dejar Venezuela. Hasta que el fin de año del 75, con el Pepe decidimos escaparnos por la frontera con Colombia.
Fue una odisea. Nos llevó un gallego hincha del Galicia, en un taxi de su propiedad y nos dejó de noche escondidos cerca de Cúcuta. Llegamos a Cúcuta, un aeropuerto chiquito. Quedamos de tomar el avión a Bogotá, donde ya nos esperaba la señora del Pepe para volvernos a Uruguay, pero cuando vamos a tomar el avión, presentamos los pasaportes y nos faltaba el sellado de salida de Venezuela. No podíamos embarcarnos sin ese sellado. Entonces vemos venir a un tipo vestido a lo mafioso, todo lleno de oro, y me dice el Pepe: “ese jugaba conmigo en Rosario Central”. Va y lo saluda.
–¿Quién sos vos? –pregunta el tipo.
–El Pepe Sasía.
Se abrazan.
–Pepe, estás irreconocible, ¿qué hacés acá?
–Pasa que no me dejan salir. No tengo sellado.
–Vení conmigo –le dice.
Entramos a la oficina; él mismo sella los pasaportes.
–Tomen.
Enseguida corre hacia la pista, donde el avión ya estaba rodando para despegar, pero llega a tiempo y se pone adelante del avión. Lo para. Después va y le acerca la escalinata. El Pepe y yo vamos corriendo a la pista, con un bolsito cada uno. Al pie de la escalinata, el tipo dice:
–Bueno, Pepe, una por otra, yo te hice este favor, ahora vos haceme otro. Tomen.
Nos da un bolso a cada uno, un bolso largo para cargar palos de golf, con palos y con todo, pesado.
–Cuando lleguen al aeropuerto de Bogotá, antes de llegar al edificio, se les van a acercar y les van a decir “salve el búho” y ustedes les dan los bolsos. Una por otra. Buen viaje.
Nos metimos en el avioncito chiquito.
–Ni vamos a preguntar –me dice el Pepe–; si no aparecen, tiramos los bolsos a la mierda antes de llegar al edificio.
El avión de Cúcuta a Bogotá demorará treinta minutos, treinta y cinco minutos; cuando llegamos, vamos caminando y no veíamos a nadie.
Habrá cien metros entre la pista y el edificio.
–No hay nadie, Pepe –le digo.
–Los tiramos antes de llegar a la puerta –me contesta.
Cuando faltan veinte metros aparece un tipo y nos dice “Salve el Búho”. Le damos los bolsos.
El aeropuerto de Bogotá tiene un túnel de ochenta metros. Está Sheila, la mujer de Pepe, tras el vidrio, saludándonos. Yo sigo camino y el Pepe la va abrazar y a besar. Se queda con ella. Yo seguí caminando para tránsito. Cuando llego a tránsito, me siento y espero. Demoran. El Pepe demora una eternidad. ¿Qué le habrá pasado?, ¿habrá encontrado algún conocido? Aparece como a la media hora. Todo colorado.
–¿Qué pasó?
–Te salvaste, hijo de puta. Te salvaste.
–¿Qué te pasó?
–Nos desnudaron a Sheila y a mí, nos metieron el dedo en todos lados.
Sellamos los pasaportes, nos tomamos el avión para acá y nunca más volví. Pepe volvió para dirigir al Mérida. Yo no quiero ni pasar por arriba.
Cuando Kiko terminó de contar, los jugadores dejaron de mirarlo y al mirarse entre ellos, uno reparó:
–Bo, falta el negro Pitongo. Hace diez minutos que terminó el partido y no vino por el vestuario. ¿Dónde se habrá metido?
El negro Pitongo era el golero del equipo. Defendía el arco más alejado de la entrada a la cancha.
Salió el Kiko, con dos o tres más, a buscarlo. Atravesaron la niebla y cuando llegaron al arco, lo vieron.
Pitongo estaba agazapado, las manos hacia delante, esperando que le llegara una pelota.
–Pero, Pitongo –le dijeron–, hace como diez minutos que el juez terminó el partido, cuando estábamos del otro lado, por la niebla.
–Con razón –dijo Pitongo, y desarmando la postura, miró al Kiko con incredulidad–: Como usted pone el bloque en la otra cancha, pensé que seguíamos presionando, pero ya hallaba raro que estuviéramos dominando tanto.