Un cuento de Mempo
Ahora que no nos sorprende que Defensor sea puntero, ahora que apenas nos asombra que lo sea El Tanque, voy a contar la asombrosa y sorprendente historia de Antonio Grossi, quien supo ser único hincha de Defensor de toda San Fernando de Maldonado.
“Vivía para Defensor”, recordó su viuda, Julia Rovira, cuando la entrevisté, “para él no había otro club ni en Maldonado ni en Montevideo. La violeta y nada más”.
Su amigo don Juan Ramón López, a sus ochenta años, lo definió así: “Antonio Grossi era rabioso de Defensor. El único de todos nosotros. Había alguno de Wandereres, de la época del Tito Borjas, pero la mayoría éramos de Nacional y había muchos de Peñarol, en cambio Antonio siempre fue de Defensor”.
“Cuando podía iba a Montevideo a ver a Defensor”, me dijo Julio Gómez, uno de los tres gurises que fundaron el Defensor fernandino, el 9 de octubre de 1934; los otros dos fueron Grossi y Giodala, pero mientras Gómez y Giodala se mantuvieron fieles a su simpatía tricolor y los demás futbolistas de aquel equipo violeta fernandino también eran bolsos o manyas, Grossi ya era violeta desde antes. “Le pusimos Defensor por seguirle la corriente a Antonio”, me explicó Julio Gómez, a sus ochenta y siete años.
La vida de Antonio Grossi quedó ligada desde entonces a Defensor, a partir de aquella camiseta violeta número 3 que usó desde 1934 y lo marcó como “El tuerto fernandino” para toda la ciudad, al punto que Franzini lo nombró cónsul del Club Atlético Defensor en San Fernando de Maldonado.
Era como representar a un país del que no había inmigrantes, pero él se impuso la obligación de seguir la campaña violeta, lo que le costó no pocos disgustos y soportar durante cuarenta y dos años, todas las bromas de la abrumadora mayoría de simpatizantes de Peñarol y de Nacional. Claro que Antonio no se quedaba atrás. En las ruedas de amigos, con el hermanito Miranda, Ricardo Hernández, Julio Gómez, Panchito Ribeiro, Juan Ramón López, Antonio Tejera, hablaba de Radici, de Sasía, de Demarco y cuando sus ídolos pasaban a defender la camiseta de un grande, él tenía el recuerdo del Loncha García para replicar. “Nosotros fuimos los primeros que vendimos un uruguayo no oriundo al fútbol italiano. Al Loncha lo vendimos directamente al Bologna. En el 49, con Carbonaro, le hicimos la despedida acá, en Maldonado. No estuvo en Maracaná porque lo vendimos antes, pero fue el mejor insider que se ha visto”. El cónsul violeta en Maldonado se casó poco después de fundar el club y, ese mismo año, ingresó como barrendero a la Intendencia Municipal fernandina.
En 1976 hacía cuarenta y dos años que trabajaba en la Intendencia, sin una sola observación en su foja de servicios. Había llegado a ser Director de Parques y Jardines, donde plantó violetas y consiguió las mejores especies de semillas para la cancha del Defensor fernandino. También fue Director del Aeropuerto de El Jagüel. En 1976, a los sesenta años ya cumplidos, Antonio podía acordarse de cada domingo de los últimos cuarenta y dos años, porque todos habían sido muy parecidos. Vibrando en la cancha con la camiseta violeta, primero de jugador y después como dirigente e hincha y escuchando a Carlos Solé para enterarse, en la previa, de la formación de su equipo en el parque Rodó y después permanecer atento a la interrupción de los cronistas de canchas chicas cada vez que se cometía un gol o se iba a tirar un penal. Y todos los lunes a las siete de la mañana, cuando salía hacia el Municipio, compraba El País –Antonio era oribista a muerte-, para enterarse de los detalles del partido de la viola en Montevideo.
“¿Cómo podés ser hincha de un club presidido por un batllista?”, lo embromaron alguna vez. “Defensor está por encima de todo”, contestó él.
Y cuando algún botija, endulzado por las campañas del manya de los años sesenta, le sugirió piadoso: “Diga, Antonio, ¿por qué no se hace hincha de Peñarol?”. Calláte, gurí, respondió, estoico, como si supiera bien que algún día, Defensor obtendría el campeonato y ese valdría por todos los perdidos.
Casualidad o no. Aquel año, la campaña del violeta, le hizo intuir que el 76 sería el tan esperado, porque “en el 47 nos robaron y fuimos en el 60 los primeros campeones de la Copa Artigas”, solía argüir, como pretexto, para paliar la falta de un Campeonato Uruguayo, que todos los años festejaban los hinchas de alguno de los dos grandes en bulliciosa caravana por la ciudad. Ese año sería el de la gran revancha. Ya se estaba convirtiendo en una satisfacción inolvidable. Porque ahora, a partir de la segunda rueda, escuchaba casi todos los domingos los partidos de Defensor en directo, mientras sus amigos, de Nacional y Peñarol, que se habían habituado a Víctor Hugo, se conformaban con lo que había sido su rutina de cuarenta y dos años: la alineación, la interrupción de las otras canchas y, en todo caso, elegir a Julio César Gard para la síntesis final de la jornada.
Ese era el gran año, sin duda y la barra de la cantina lo comprendió. Ahora los manyas y los bolsos que querían burlarse tenían que recurrir al pasado. Ahora Antonio les hablaba de Salomón, del Tato Ortiz, de Santelli, del Pichu Rodríguez, que eran el presente y en el fondo, ellos compartían su alegría, porque era un hombre bueno, que les ayudaba a todos, siempre solícito, siempre abierta su casa de las viviendas del INDA, en la parada 24.
¡Defensor campeón!, gritó Víctor Hugo, por CX 12, a las 16;45 de la tarde del 25 de julio de 1976. ¡La viola, nomás!, saltó Antonio Grossi, alzando los puños frente al radiorreceptor.
Había soñado con ese triunfo toda su vida. Su existencia había transcurrido de tal manera que nada podía conmoverlo y excitarlo más que ese grito después de tantos años: ¡Defensor Campeón!
“Nadie en el mundo festejó más campeonatos que los hinchas de Peñarol y Nacional, Joselo –me dijo una vez Alvaro Bondad, un gran amigo, hincha darsenero-, pero nunca van a festejar como yo, solo, absolutamente solo en medio de toda una tribuna que queda en silencio”.
Entre quienes conocieron de cerca a un hincha como Antonio Grossi, hay un argentino, chaqueño, simpatizante de Velez Sarfield en Buenos Aires, que por lógica y hasta por reflejo, en el Uruguay tiene que ser adepto a Defensor. Mempo Giardinelli cuenta en El hincha (Señor con pollo en la puerta y otros cuentos, Ediciones Lom, pp 71-79, cuento referido a un velezano residente en el Chaco cuando salieron campeones en el 68, parafraseable en este caso), cómo pudo ser el festejo de Antonio aquella tarde-noche, tormentosa y gris, del 25 de julio del 76. Parece que el hombre caminó resueltamente hasta la Plaza de la Torre del Vigía, la torre que luce en las camisetas del Defensor fernandino (“porque es nuestra farola” decía Antonio) y se subió al taxi de Juan Amaro, “A recorrer la ciudad, Juan, y tocando bocina”, ordenó, “Defensor salió Campeón”. Bajó los cristales de las ventanillas, extrajo el banderín del bolsillo del saco y empezó a agitarlo al viento, en silencio, con una sonrisa emocionada y el corazón golpeándole en el pecho, sin importarle que la solitaria bocina desentonara, casi afónica, con el atardecer y sin reparar siquiera en el reloj que marcaba la sucesión de fichas que le costaría el aguinaldo, “pero carajo -se justificó-, este campeonato me ha costado una espera de toda una vida y los muchachos de Defensor, en todo caso, se merecen este homenaje a la distancia”. Cuando llegaron a la cuadra de la cantina, vio que la barra estaba en la vereda. Y también vio que, cuando descubrieron al taxi con la solitaria banderita violeta, se pusieron de pie y empezaron a aplaudir. “Más despacio, Juan, pero sin detenernos -dijo Antonio-, mientras se esforzaba por contener esas lágrimas que bajaban por sus mejillas libremente, como gotas de lluvia y los aplausos se tornaban más vigorosos y sonoros, como si supieran que debían llenar la tarde de julio sólo para Antonio Grossi, el amigo que había dedicado su vida a esperar ese campeonato y hasta alguno gritó ¡Viva Defensor, carajo! Y Antonio ya no pudo contenerse y le pidió al chofer que lo llevara hasta su casa.
Dejó el banderín colgado de una ventana y se acostó a dormir el sueño de los justos.
(del Capítulo 7 de Rompiendo la historia, Cause Editorial, pp 116-123)