Supieron cumplir
El histórico triunfo de 1930 no fue casualidad, sino la continuación de un proceso cargado de gloria, y se concretó en un Montevideo y en un universo futbolístico diametralmente opuesto al actual.
Escribe: Juan Carlos Scelza
Ellas paseaban su encanto por un convulsionado Montevideo que de buenas a primeras había multiplicado sus habitantes. Sabían que algo diferente sucedía, pero sin tomar dimensión cabal. La rutina de un martes a la tarde era inamovible, y llegaría inexorablemente a los cuatro niveles que abarcaban más de media manzana entre las calles Buenos Aires, Juan Carlos Gómez y Bartolomé Mitre. La Tienda Inglesa, ya afincada en la capital uruguaya desde hacía algunas décadas, al igual que el resto del país atravesaba un ideal momento de desarrollo y expansión. Unas cuadras antes, la escala había sido en el imponente edificio de London Paris, cuyo simbólico reloj parecía dominar la principal avenida, en la que todavía se manejaba sobre la izquierda. La obra de los arquitectos Adams y Tapie se constituyó hasta 1966, cuando cerró sus puertas en el local que era referencia de las compras de los montevideanos.
El censo de ese entonces orillaba los dos millones de habitantes en todo el territorio, y centralizados como pocos a lo largo de toda su historia, ya que más de la mitad vivía en los pocos kilómetros cuadrados de la capital. Pero aquella tarde de sol no muy intenso que alternaba y daba un respiro a ese lluvioso mes de julio mostraba un movimiento inusual de veredas cargadas de gente. Es que cerca de 25000 argentinos habían llegado en distintas frecuencias del Vapor de la Carrera para esperar la gran final del primer Campeonato del Mundo.
Aquellas señoras de una clase media fortalecida por la coyuntura económica mundial hacían sus compras cotidianas y se daban tiempo para el té de las cinco de la tarde en las variadas ofertas de más de una docena de confiterías céntricas. Conocían la reciente historia de los triunfos alcanzados por el fútbol uruguayo en los Juegos Olímpicos de 1924 y 1928, y también la rivalidad creciente entre uruguayos y argentinos, más erosionada que nunca luego de las dos finales disputadas en Ámsterdam. Sabedoras de que desde el 13 de julio se desarrollaba el Mundial en Uruguay, tomaban como algo familiar el cruzarse con alguna de las doce delegaciones visitantes, aunque les era muy difícil concebir que tantos y tantos argentinos se trasladaran con el solo propósito de acompañar a su selección durante 90 minutos.
Ya desde esa época el fútbol demostraba una adhesión impresionante, y tenía entonces el crecimiento que nos conduce a esta actualidad en la que el deporte se cruza con el negocio y mueve fortunas por transferencias, sponsors, marketing, derechos televisivos y tantos otros ingresos para clubes y federaciones.
No hubo entrega del trofeo. La Copa del Mundo no la tocaron los campeones de aquel 30 de julio. Apenas si tres meses después los once titulares de la final, que terminó con victoria celeste por 4 a 2, recibieron la medalla en la sede de la Asociación Uruguay de Fútbol.
Como habitualmente ocurre cuando un evento se realiza por primera vez, hurgando en la historia se encuentran detalles únicos, fantásticos e imposibles de imaginar en los años que corren.
Brasil, que fue una de las tantas selecciones sudamericanas en participar -solo cuatro representantes europeos disputaron la Copa-, no presentó director técnico. Por el contrario, Bolivia contó como técnico con Ulises Saucedo, quien además fue árbitro en el transcurso del torneo, dirigiendo el partido que Argentina le ganó 6 a 3 a México en el Estadio Centenario y asistente en cinco más, incluso en la final. No fue la única que registra la historia, pero sí la primera en un mundial: Bolivia debió cambiar de camiseta ante Brasil a pedido del árbitro francés Georges Balvay apenas comenzado el encuentro, pues los dos seleccionados jugaban de blanco. Se tuvo que recurrir al único juego de camisetas que había en el estadio, y los del altiplano perdieron 4 a 0 con la casaca de Uruguay.
Las puertas del Centenario se abrieron a las 9 y 30 de la mañana (el partido comenzó a las 15). No había asientos numerados ni impedimento para ocupar las escaleras. Aun cuando la capacidad era bastante menor a la actual, ya que la Amsterdam y la Colombes no contaban con el tercer anillo, el registro es de 93000 asistentes, con otros miles que no pudieron ingresar. La crónica habla de amenazas y de un clima muy tenso entre los aficionados rioplatenses.
Eran dos equipos que se conocían de memoria, salvo en las semifinales, en las que ambos habían goleado por idéntico marcador: Argentina a Estados Unidos y Uruguay a los yugoslavos, 6 a 1. En el resto, Argentina, como marcaba el antecedente de la final de 1928, había mostrado mejor juego y efectividad.
Sin Mazali, arquero en las conquistas olímpicas, que debió abandonar la concentración uruguaya por una sanción disciplinaria tras haberse alejado de la misma sin autorización, Ballestero fue el titular durante todo el campeonato. Y ya lo había sido en su debut celeste ante la misma Argentina el 25 de mayo de ese año en el Gasómetro bonaerense, cotejo que finalizó con un empate 1 a 1 por la Copa Newton. Uruguay llegaba con tres triunfos y un solo gol en contra. Si bien había recibido más goles, el promedio del ataque argentino era llamativo: 6 goles en sus cuatro victorias.
Los periódicos de la vecina orilla analizaban un deterioro en la selección celeste, a la que mostraban como un equipo en decadencia, con desgaste físico y con jugadores que se acercaban al final de su carrera. Eso los motivaba para aventurar una segura victoria, que les permitiría la obtención del primer Mundial.
Muy hablado, intenso, de dientes apretados y sumamente recio: así fue el duelo desde el comienzo. Sin embargo, con solo 13 minutos de juego Uruguay se ponía en ventaja. Al gol de Dorado le siguió la reacción inmediata albiceleste, que sumó primero la igualdad a los 20 minutos por intermedio Peucelle, y luego, ya dominando el trámite, el segundo por parte de Stábile a los 37.
Con unos cuantos años encima, aprovechando la condecoración que había recibido en el Congreso de la FIFA en Chicago, antes del Mundial de Estados Unidos en 1994, Francisco Varallo se explayó ante nuestro requerimiento para Canal 10, una vez finalizada la ceremonia, y habló sobre el miedo que flotaba en aquella tarde del Centenario. “Yo era el más joven y por momentos sentí el temor de mis compañeros por el entorno que tenía el partido y por alguna entrada dura del rival. A Monti le decían de todo y a mí el Gallego Fernández me decía: ‘En la próxima te hundo en el pasto’. En el primer tiempo tuvimos diez chances de aumentar y capaz por inexperiencia pensé que lo teníamos liquidados”.
Esa es solo una síntesis de la percepción de un chico que con solo 19 años era protagonista de la final de un Mundial. El famoso goleador de Boca, superado solo por Martín Palermo a partir de 2008, en ese momento todavía defendía a Gimnasia y Esgrima de la Plata. Por el temor de sus compañeros, por la reacción anímica de los uruguayos, por el impulso de la tribuna o vaya a saber por qué otra razón, el partido tuvo un vuelco notorio en el trámite y en el resultado. Como en el primer tiempo a los 13 minutos Cea empató, y de allí en más los celestes se adueñaron del triunfo. A falta de 22 minutos, el racinguista Victoriano Santos Iriarte anotó el tercero y, ya en el filo del cotejo, llegó el cuarto, obra del tricolor Héctor Castro; el mismo que había anotado el primer tanto de Uruguay en el Mundial cerraba el campeonato en la red adversaria.
El Uruguay de las trasformaciones sociales, de los modernos edificios, de una bonanza económica que lo hacía floreciente y con perspectivas reales de futuro, festejaba su Centenario desde la cúspide del fútbol mundial. Una vuelta olímpica que se reiteraba y se hacía costumbre. Una generación que se iba apagando pero que, en base a oficio y a experiencia, conseguía un nuevo título internacional, y a la que Aún le quedaba un último coletazo cinco años después, en el Sudamericano de Santa Beatriz. Invictos en Europa e invictos en América, festejaban el mantenimiento de ese status de dos Juegos Olímpicos y una Copa del Mundo, que a esa altura no dejaba duda alguna: Uruguay era el mejor del planeta.
A la tarde siguiente, seguramente aquellas damas de faldas y pelo más cortos que en la década anterior, como imponía la moda europea, se desplazarían por un centro montevideano feliz y reluciente, con la consecuencia lógica de un multitudinario festejo que se centralizó en las tradicionales plazas del Entrevero e Independencia. 30 de julio de 1930: la generación dorada había cumplido una vez más.