Solamente una vez
La tarde que lo entrevisté –en una hermosa casa de un amigo suyo en Montevideo– Rocha estaba orgulloso como entrenador de haber formado a futbolistas de la calidad de Raí y de Cafú, pero lo que más quería saber yo era de qué gol suyo se enorgullecía más.
Era fama su primer gol en un clásico, cuando la agarró un poco más atrás de la mitad de la cancha, disputándola con Douksas. Fueron los dos con el pie en alto, pero Rocha llegó primero y se la tocó por arriba y se la llevó, le salió Ruben González, lo pasó a la carrera y se fue encima de los dos zagueros, que eran Cococho Álvarez y Manicera. Le amagó a Manicera para afuera y se abrió, le amagó a Cococho para el otro lado, también se abrió y el salteño Rocha pasó por el medio. Entonces le pegó fuerte; la pelota entró y salió. Después hizo el segundo de tiro libre. A partir de ahí casi siempre hizo goles en los clásicos. En Brasil también: era raro que en un partido contra Palmeiras, él saliera sin hacer un gol, y en clásicos continentales, tanto con Peñarol como con San Pablo, muchos del salteño fueron golazos de aquellos, pero cuando le pedí que me contara su mejor gol, me nombró el cuarto contra River en Chile y me contó uno de penal.
“Contra Real Madrid en el Bernabeu, el gol fue de penal, pero yo había hecho la jugada. El penal me lo hicieron a mí y fue una jugada muy linda”. Fue el primero de aquella primera final de la Copa Intercontinental del 66.
En estos últimos diez años, mientras el Barcelona acostumbraba derrotar al Real Madrid, fueron llegando a Uruguay varios futbolistas africanos, en cantidad como nunca antes. Por sus testimonios y por otros (oídos a propósito del más reciente Mundial), comprendí que aquel partido en Madrid había, por ejemplo, hecho hinchas de Peñarol a varias generaciones de africanos aficionados al fútbol, la de los padres y abuelos de estos que vinieron. Ganarle ese partido al Real Madrid en el Bernabeu en los años sesenta fue de una trascendencia que hoy es difícil de concebir, pero yo quería que me contara otro gol, el que yo hice, solamente una vez, porque salvo esa vez, yo nunca fui Rocha.
A los seis años yo era Spencer. Le hice tres goles al Real Madrid por las finales de la Intercontinental (no uno: tres, uno allá y dos aquí) y Carlos Solé los relató con mi garganta. Los hice y los relató como ochocientas veces. Y los hacía de verdad. Hasta que los demás chiquilines dejaron de decir que eran Artime, Masurquievichi, Manga y yo tuve que dejar de decir que era Spencer.
No hice más goles. Lo que me quedó de Spencer fue la costumbre de pellizcarme el labio inferior mientras veo cómo viene la jugada.
Pero a los seis años yo integraba la delantera de Peñarol y era el goleador, el que definía con elegancia. Porque Rocha era un jugadorazo que tenía pegada, toque, dribling, cabezazo, toda la técnica, el Pardo Abaddie sabía más que Aristóteles, el Lito Silva pivoteaba con un sentido del juego colectivo y de la resolución veloz que a la tribuna le faltaba años para llegar a entender (y menos aún entendía al Boniato Forlán); Joya era la única maravilla verdadera, aunque en la escuela la maestra hablaba de las siete maravillas y no lo incluía; la vida no me había obligado todavía a pensar en la muerte como un adulto, así que yo no sabía que existe la fatalidad, que nada es eterno y que algún día el Cacho Caetano no iba a rendir tanto e iba a dejar de jugar. El Tito Goncálvez sufría y luchaba por todos y eso le daba derecho a mandar, en un equipo que a veces tenía que dar vuelta un partido porque en el primer tiempo nos habíamos boludeado.
En la escuela éramos muchos de Mar de Fondo, pero de Peñarol o de Nacional, según las familias. Yo iba a ver a los dos. Mi primo, el mayor, me llevaba a la Colombes contra la América, bien arriba, a estudiar los movimientos de Nacional –mi primo era fanático de la táctica, fue el primer hincha de Espárrago que conocí; hoy mi primo es cardiólogo–. Pero yo era Spencer, así que jugaba cuando iba con mi viejo y los vecinos, en barra, a ver a Peñarol. Mi viejo era un hincha admirador y algunas veces discutía con los que en vez de alentar, presionaban, porque no entendían al Lito y despreciaban al Boniato o decían que Rocha era frío, ¡por Dios!. No sé si mi viejo los defendía porque los entendía y apreciaba, pero yo sí, sin duda, ¿cómo no los iba a entender si yo era Spencer? Tenía razón el viejo.
Yo acostumbraba pellizcarme el labio inferior mientras esperaba, para ir a buscarla a ese preciso lugar a la entrada del área, donde Rocha me la iba a dejar servida para que definiera al pie de apoyo del arquero, que era mi definición preferida, pero una vez no fui Spencer, porque esa vez Spencer no jugó. Fue el 2 de febrero de 1967. Era la final de la Copa América entre Uruguay y Argentina en el Centenario. Si empatábamos eran campeones los argentinos porque nos llevaban un punto. El Estadio estaba repleto. Faltaban quince minutos para terminar el partido; el tiempo se nos iba y con él se nos iba la Copa, pero yo esa vez era Rocha y saqué un tiro impresionante de afuera del área venciendo al golero Roma, aquel de Boca. Uruguay fue el Campeón, manteniendo el invicto por Copa América como local.
En la entrevista yo quería que dijera ése, porque solamente en ese gol yo fui Rocha. Y después fui adulto.
Ahora mal: habrá un sólo momento en la vida de cualquiera, en que ese cualquiera será Rocha, se identifique o no con él, piense lo que piense sobre el fútbol y juegue e ignore como un niño o ya sepa y trabaje como un adulto. Que el partido entre San Pablo y Peñarol en homenaje a –y en beneficio de– Pedro Virgilio Rocha, no se nos quede en el tintero, por favor.
Porque un luchador se la está jugando en una clínica de Brasil.
De este momento de esa lucha no se salvará nadie, en ésa todos seremos Rocha una sola vez y Rocha nos gratificaría el homenaje y el beneficio, reuniéndonos por un instante para presentir la necesidad de volver a concebirnos colectivamente, como adultos que jugaron al fútbol o a cualquier otro juego humano, ahora, cuando no son pocos -son muchísimos- los que se “autoencapuchan” en las tribunas como niños que juegan a los personajes violentos de las películas y programas clase Z, los que nos saturan las pantallas, donde los guionistas ya tenían pautado por la industria, cuántos disparos y cuánta sangre sin historia, tenían que hacer aparecer por secuencia, para que el guión fuese aprobado y el producto vendido, un homenaje al que jugó como nadie e hizo jugar a todos sanamente.