Sobre bandas y banderas
No soy de Nacional, aunque hinché por Nacional y fui a verlo a todos los partidos cuando lo dirigía el Profe De León, antes de dedicarme al periodismo, pero para mí la bandera artiguista es la mejor, la más grande por su tamaño contenido, la que más me identifica como integrante de una banda y la bandera de Nacional es, en su origen -así lo explicitó la banda que la creó-, una bandera artiguista.
Las banderas nacieron para identificar a las bandas, por eso se llaman así, y yo podría escribir con Joaquín Sabina “El rap del daño que hacen las banderas” o imaginar con John Lennon que no hay, “es fácil si lo intentas”, porque soy internacionalista, católico (“universal”, que ese es el sentido literal de la palabra “católico”, aunque no se pertenezca a ninguna iglesia), mi banda es la creación entera, la humanidad junto a todos los seres de su madre tierra, pero la creación entera es histórica.
En la historia, los gens, los clanes, las familias, los partidos políticos, los clubes, las bandas de todo tipo, surgen, en distintos momentos históricos, de las luchas por territorios, por propiedades, por bienes, por ideas y proyectos, por identidades colectivas históricas y hasta por arte o puro juego. También una tela pintada por Picasso es una bandera, incluso la más personal de sus obras; al menos así lo creía él, según manifestó en numerosas entrevistas.
Va en la subjetividad de cada uno apreciar, gustar, involucrarse en una bandera, un trapo pintado, escrito, un cuadro (“más de cien motivos para no cortarse de un tajo las venas, más de cien mentiras que valen la pena”), pero en todo caso es falso también que las banderas vayan más altas que los hombres, es falso el sentido solemne institucionalista de aquello tan manido de que “los hombres pasan y las instituciones quedan” o que “los hombres mueren, pero las ideas no se matan”. Son los hombres lo que importa.
Porque de una idea del pacifista Einstein, otros hicieron bombas para destruir Hiroshima y Nagasaki. En nombre de la misma institución con que las manos de Francisco I hoy lavan los pies de menores delincuentes, las de Tomás de Torquemada arrojaron a la hoguera a millares de justos. Cuando la hinchada de Peñarol desplegó su bandera con la réplica del ferrocarril y los colores del club de mis primeros amores, admiré el valor trabajo que pusieron emblemáticas generaciones de obreros en esas máquinas -entre ellos los que mayoritariamente fundaron Peñarol-, me emocionó lo mismo que a otros habrá hecho admirar la flema inglesa.
Anoche, cuando lo que me erizó la piel fue ver el despliegue de la bandera tricolor, que contenía el inmenso escudo, flanqueado a la derecha por el pabellón nacional -que incluye, lo mismo que el argentino, al sol andino junto a los colores borbónicos, porque la revolución de mayo los defendía ante la invasión de Francia a España- y a la izquierda por la bandera que le dio origen -uno de los varios diseños de la bandera de Artigas-, para mí, más acá de las dimensiones de la tela, el trapo más grande de la historia -y esto es muy subjetivo, tiene que ver, sin duda, también con mi lugar en el mundo-, por todo lo que conjuga desde el amor a las aves y al cielo del santo de Asís que la inspiró (según la mejor de las versiones que dieron sus creadores) hasta el Paraguay que asiló a nuestro prócer, pensé en los hombres que estaban debajo de ella.
Y renové mi cariño por la pila de amigos que tengo en esa banda, dignos de levantar semejante bandera.