No hay una sola razón
El autor analiza la realidad tricolor con profundidad y sin oportunismos vacuos, y explica los motivos de un bajón que atraviesa verticalmente a un club que espera revertirlo pronto.
Esribe: Juan Carlos Scelza
Ni el más pesimista daba crédito a tal desenlace. Desde la magnífica pegada del colombiano Jorge Carrascal (una de las mejores figuras del partido) que se clavó en el ángulo del arco del recién ingresado Mejía en adelante, la noche se fue transformando en un calvario digno de una película de terror, en la que el joven equipo de Nacional era superado sin atenuantes, y en la que ni siquiera con la hidalguía que mantuvo pudo disimular aquella brecha fulminante.
Ni el gol de Cougo en la última jugada del primer tiempo, ni la definición de Santiago Rodríguez apenas ingresó para acortar lo que a esa altura era un 3 a 1 millonario, pudieron interponerse en lo que, tras la expulsión tempranera de Rochet, significó un cómodo trámite de un River que manejó el partido y que, como si fuera poco, con algo más de puntería hubiese logrado un resultado más abultado que la media docena de goles que significaron la peor derrota de local sufrida por Nacional en toda la historia copera.
Desde que ambos clasificaron a cuartos de final, era lógico vaticinar que la clasificación pudiese ser argentina, teniendo en cuenta antecedentes, capacidad de los planteles, realidades económicas y la familiaridad de los últimos tiempos entre el River de Gallardo y los triunfos internacionales continentales. Luego del partido en cancha de Independiente, la llave se complicó mucho más para un Nacional que no solo debía ganar, sino golear, y no recibir gol alguno para, así, meterse en semifinales.
La polémica del clásico, en el que hubo errores que perjudicaron al albo, el reclamo y las declaraciones acusatorias, no debían desviar la atención de un rendimiento que hacía varios partidos se había estancado y, luego, deteriorado. Por supuesto que implica un mérito haber llegado a esta instancia copera después de un tiempo, representando a un fútbol que a nivel clubista hace décadas que no gana nada importante. Y era esperable que el hincha lo disfrutara y lo festejara. Pero también en ese caso había que equilibrar la euforia del resultado alcanzado por penales con el frío análisis del rendimiento de un equipo que apenas había rematado dos veces al arco en Quito y una vez en Montevideo.
Algunos –y todavía faltaba para que un asunto extradeportivo, y no por ello poco grave, estallara- se convencieron de que el válido procedimiento de intentar minimizar las virtudes del rival se había conseguido, y de que allí radicaba la base de la clasificación. Sin reparar en la casi nula ambición ofensiva mostrada en ambos partidos, no asimilamos ese mensaje porque, repasando minuciosamente la serie, en ambos partido la explicación del empate fueron las excelentes actuaciones de Rochet, y por si fuera poco entre los caños, así como la falta de resolución de los atacantes de Independiente del Valle, puesto que hubo otra media docenas de chances claras en las que éstos quedaron cara a cara con el arco uruguayo. “Neutralizar”, en tal caso, hubiese sido que el rival no hubiese podido llegar con esa facilidad y en ese número de ocasiones.
Unas semanas antes, el triunfo del Saroldi ante River Plate no se ajustaba a la tónica de un partido en el que luego de un primer tiempo en el que Nacional ganaba bien, el local con diez futbolistas se lo había llevado por delante, transformando al arquero albo en figura, generando cinco chances de gol y hasta malogrando un penal. No es culpa de Nacional que sus rivales tengan mala puntería y nula eficacia, y entonces el partido terminó 2 a 0 con un gol en la última jugada del partido. De allí en más, lejos de mejorar, el bolsilludo empezó la caída. Sin la intensidad y el orden que había caracterizado los primeros partidos de Giordano, Danubio encendió las alarmas, ganándole de principio a fin y de visitante.
Sobrevino la Libertadores, y en el medio un tan insulso como justo y ajustado triunfo ante Boston River, logrado a diez minutos del final en el Centenario, la clasificación ante los ecuatorianos y un controversial clásico en el que, más allá de algunos cambios que lo transformaron en un conjunto algo más ambicioso, mostró un equipo con escasa llegada, capaz sí de remontar los dos goles en contra para empatar transitoriamente, aunque sin sostener el ritmo y cayendo sobre el final.
De la ida ante River, basta con marcar que la única chance fue la de Alfonso Trezza antes del primer minuto, y que luego Nacional no piso el área argentina ni generó jugada alguna cercana a Armani, para corroborar que el triunfo de River fue adecuado.
Aun para quienes dándole el justo valor a la clasificación no nos encandilamos solo con el pasaje a cuartos de final y subrayamos en su debido momento el bajón de un Nacional que generaba poco y que aislaba a un Bergessio que, por el desgaste de no tener compañía sumado a la seguidilla de partidos y a su edad, no traspasaba la frontera de la hora de juego. Un cuadro cuyo sostén defensivo atravesaba por el excelente momento de su arquero, y para el cual el resultado y el propio trámite de la revancha en Montevideo fue, así, inesperado.
Neves contra el mundo, en un mediocampo en el que producto de su juventud, no mantienen el rendimiento buenos valores como Trasante y Martinez, con un esquema austero de mitad de cancha hacia atrás que no pudo disimular las carencias que desde todo el año ha tenido por los laterales y la escasísima gestación del medio hacia arriba, constituyeron el reiterado diagnóstico de un equipo que de los últimos siete partidos había ganado solo ante Boston River.
Aquellos seis goles de 1988 habían sido diferentes. Sorprendieron, dolieron, pero aunque todavía nadie suponía que aquel equipo terminaría levantando la Intercontinental en Japón, contaba con el alivio de haber sido en la altura de Bogotá. Con el alivio, también, de saber que su técnico había colocado algunos suplentes y que Nacional llegaba a ese último encuentro de la serie ya clasificado a la siguiente instancia. Terminó 6 a 1 frente a otros Millonarios y el cotejo no agradó a nadie, pero había un mañana inmediato en el propio torneo.
Esta vez fue distinta. La paliza futbolística ocurrió en casa y, aunque la chance fuese remota, íntimamente frente al televisor los hinchas soñaban con seguir de largo en la Copa, por aquello de que en el fútbol y en un solo partido todo puede pasar. La realidad golpeó antes de la media hora y, con el uruguayo más brillante de todos con la camiseta franjeada, llevó a la lona la propuesta tricolor. La juventud del plantel, que sigue proyectando un venturoso futuro individual en cada una de sus carreras, no merecía este tremendo porrazo.
La derrota era presumible, quedar por el camino entraba en la lógica, pero la forma, la manera, el contenido, es lo que provoca la mayor decepción, esa que terminó con el sueño y la fantasía, como si el reloj hubiese marcado las doce de la noche y se empeñara en continuar dando malas noticias a un equipo al que las Fiestas poco le han servido para encontrar la estabilidad institucional que deportiva y extradeportivamente merece por la Historia que ha sabido construir para beneficio del fútbol internacional.