Los huevos de Schiaffino
El Loncha García y el Pepe Schiaffino debutaron muy jóvenes como entrealas de la Selección Uruguaya, ambos en 1945. El Loncha, revelación del campeonato uruguayo, recién ascendido al Primero de Defensor. El Pepe, sin haber debutado aún en Primera, pero mostrando su exquisito potencial en la Tercera de Peñarol. Ambos reafirmarían, en el año 49, su precoz consagración, el 10 de la célebre delantera record del Peñarol (Ghiggia, Hobberg, Míguez, Schiaffino y Vidal), y José García, codiciado por Nacional, Peñarol, Boca y River, pero transferido ese año al Bologna, como el primer uruguayo no oriundo de Italia que jugaría el Scudetto.
Ambos se consagraron, digo y es literal el término: ambos se dedicaron sagradamente al fútbol, pero de muy distintas maneras. Mientras el Loncha fue un disciplinado bohemio (como definió el Pocholo Búrguez), “yo no necesitaba cuidarme –decía el Loncha–, porque con un par de movimientos de cuerpo, en la cancha resolvía”, Schiaffino fue un adelantado del super profesionalismo actual, metódico, ordenado, cuidadoso de sí mismo al extremo.
Los dos amigos se reencontraron en Italia, a donde Schiaffino llegó en 1954 para defender al Milan, cuando el Loncha ya era el gran ídolo de la hinchada del Bologna y cumplía los primeros cuatro, de los ocho años que jugó de titular en Italia. En nuestro verano del 55, el Loncha se tomaría unas vacaciones en Montevideo y el Pepe entonces le preguntó si no podía hacerle un enorme favor.
–¿Cómo no, Pepe?, ¿qué necesitás?
–¿No me traerías una docena de huevos de la gallina bataraza de mi casa? Pedíselos a mi madre que ella sabe cuáles son.
También el término “huevos” es literal en este cuento. “Huevos” no admite aquí cierto sentido metafórico que le dio, por caso, el futbolista argentino Mario Vanemerak, una noche de los años ochenta que vino al Centenario con Vélez Sársfield, cuando después de un altercado con un jugador uruguayo, declaró que éste creía tener “huevos” porque pegaba, pero “huevos tiene el que se encierra en un cuartito”. No entendí bien qué quiso decir, pero me quedó grabado por sorprendente y hermético. No se trata aquí de confrontar a la garra mal entendida con la calidad de Schiaffino, de quien me contó mi viejo que en un partido ante Rampla, en el que quebraron al lateral de Peñarol Ortuño, Schiaffino pasó a la defensa y sorprendió con un juego recio de pierna fuerte y gran rendimiento marcando. “Tal vez no brilló como tantas tardes en su función de 10, pero de ninguna manera jugó mal. Schiaffino no sabía jugar mal”. Los huevos que aquí aparecen eran huevos de verdad, de una gallina de la familia del Pepe Schiaffino, huevos que la madre de éste entregó, en manos propias, al Loncha García, encomendándole que, ¡por favor!, no le llevara al Pepe una docena, sino dos.
El Loncha accedió y cargó con las dos docenas de huevos hasta Milán.
Ahora imaginemos un poco el viaje en avión, según me contó el Loncha cómo se hacía en aquella época. “Volé por Scandinavian. Tardé dos días en llegar a Ginebra, primer destino en Europa. No llegaba nunca. Hicimos escala en Río, en Pernambuco, en Recife y en Dakar. Todo en un bimotor. Después de Ginebra a Roma”.
En el aeropuerto Fumicino, de Roma, el Loncha se alegraba de no haberle roto los huevos al Pepe tras un azaroso periplo. Los llevó todo el tiempo en un bolso de mano, mientras, por precaución, procuraba que el bolso no se inclinara ni se golpeara contra nada. “Me mezclé atentamente en la multitud. Es cierto eso de que todos los caminos conducen a Roma, porque el aeropuerto de Fiumicino era una galería, una increíble variedad de ejemplares que me hacía abrir grandes los ojos y pensar “aquí sí que hay de todo; como pa qu’el mundo sea mundo”. Veía pasar tipos con turbantes, con túnicas, mujeres con velos. Todos apurados pero sabiendo adónde ir…”
El Loncha esa tarde no lo sabía. Dudaba si ir directo a Bologna (dos días después tenía partido) o tomar un tren a Milán, deshacerse de una vez de las dos docenas de huevos y llegar a Bologna, un poco atrasado pero, sin nada pendiente.
Finalmente se decidió por tomar un taxi hasta la estación de trenes y desde ahí un tren a Milán. En Milán llovía a baldes y hacía mucho frío, como suele hacer en el invierno del norte. Loncha bajó del tren y tomó otro taxi hasta la casa de Schiaffino. Era un viernes a la noche, a las diez de la noche. Tocó timbre. Le abrió una mucama. El Loncha se anunció, dijo a qué había ido y aguardó en la puerta tal como le indicó la mucama. Al rato ella volvió y le dijo que el señor Schiaffino le pedía que lo disculpara, pero que el domingo tenía partido y estaba descansando, que le agradecía mucho los huevos.
Tuve quince años esta historia en mi grabador sin escribirla. Publiqué la historia de vida del Loncha en tres periódicos y, más extensa, en el libro “Vayan pelando las chauchas”, pero no incluí este episodio. Le faltaba algo.
Hace algunos años, Atilio Garrido me pidió que acompañara al Loncha a los estudios de VTV para una entrevista. Lo hice y, detrás de cámaras, presencié el diálogo. El Loncha contó, entre otras, la historia de los huevos de Schiaffino y al final, Atilio le preguntó: “¿y ni siquiera te convidó con un café?”. “Nada”, respondió el Loncha, pero agregó divertido, risueño –como siempre que contaba esta historia–, atajándolo, el detalle que faltaba: “Después te llamaba y era macanudo, pero tenía eso: antes del partido él no existía. Él era así y está bien”.
Yo no sabía expresar con mis palabras la falta absoluta de reproche y la felicidad con que se reía afectuoso de la extravagancia del Pepe.