La seriedad de los clásicos
Cuenta Luis Garisto:
“Nadie se imagina lo que es jugar un clásico hasta que lo jugó. Después que lo jugás, cuando llegás a tu casa, recién te das cuenta lo que es un clásico. Y al clásico siguiente ya lo saboreás de otra manera. Los clásicos son especiales para todos, para los que están afuera y para los que estamos adentro. Cuando ya sabés cómo es, quedás sintiendo cómo lo ven tus viejos, tus amigos, los que lo miran en el bar y estás cagado. Porque por fuera sos un gallito Luis, pero por dentro sos una gallina Luis, pensando si te harás un gol en contra, si te echarán, qué dirán los periodistas. Después llegás a tu casa y el primer reportaje que te hacen lo leés quinientas cincuenta mil veces, sin exagerar, quinientas cincuenta mil veces y no te podés convencer de que están hablando de vos.
Los clásicos son especiales, cualquier clásico, hasta el del barrio. Lo más grande que hay son los clásicos argentinos. Por el espectáculo de la gente. Un clásico no se compara con nada. Pero los clásicos de mi barrio en el 54, Rivadavia contra Guadalupe, eran únicos. No se podía perder, mis tíos, mis vecinos, mis amigos me metían cada plancha… Jugábamos en la calle Municipio (hoy Martín C. Martínez) con una pelota de goma que picaba para cualquier lado; con suerte la tocabas dos veces. Después mi viejo me regaló una número tres, con pincho. Con ésa sí que me divertía. Pero cuando jugaba la calle Guadalupe contra la calle Rivadavia, el clásico del barrio Kruger, no te divertías; eran partidos en serio. Los disfrutabas, deseabas que no lloviera para que no se suspendiera, pero no eran para la joda. En cualquier época, si le tomás el pelo a uno en un clásico te levanta en una pata. Qué te vas a divertir. Un clásico es un partido que se juega de una vez y para siempre. ¿Entendés?”
Se ve que puse cara de que no le entendía mucho, porque Garisto me lo explicó mejor:
–Por ejemplo, una vez fuimos con Defensor a jugar al Penal de Punta Carretas, donde ahora está el shopping. En el patio de la cárcel había una cancha. Cada vez que voy al shopping Punta Carretas, me acuerdo que ahí estaba la cárcel y cuento aquel partido. Fue de lo más deprimente que he vivido. A nuestro kinesiólogo, le bajaban tarros de plástico colgados de piolines desde los pisos altos, y le pedían “¡meteme el alcohol que tengas!” “¡linimento también sirve!”, le decían. Lo pedían para chupetear, cualquier cosa que tuviera alcohol o cualquier líquido tóxico que hubiera; les gritaban a los presos de abajo que pusieran en los tarros cualquier alcohol que trajéramos. No les poníamos nada, por supuesto. Abajo, alrededor del patio, había una multitud de presos rodeados de guardias. Estaban en silencio pero era peor que si estuvieran gritando. Les habíamos llevado camisetas y pelotas para un campeonato interno que estaban organizando, pero por supuesto que igual nos querían ganar y en el patio, la selección de ellos nos jugó un partido a muerte. Era ese partido que no se iba a repetir. Para ellos y también para nosotros. Estuvo bravísimo con la hinchada que tenían a los costados y en los pisos altos. Pero el Loncha Ibáñez, Abayubá Ibánez, la rompía aunque lo mataban a patadas. Les hizo como cuatro goles, los apabulló, en el último dribleó a cinco. Entonces se oyó un grito terrible desde el piso más alto:
“¡Loncha, matá a uno así te venís a jugar para nosotros!”.
Se rieron. Ya estaba. Se habían entregado. El partido estaba ganado. Ya podíamos salir de la cancha y volver a la joda.