La número 14, en casa
A través de una perspectiva que no elude la primera persona ni la realidad política, el autor recuerda una Copa América fundamental en lo deportivo pero que, además, sembró una concordia esencial.
Escribe: Juan Carlos Scelza
“Esa caminata es diferente a todo. Vos podés estar acostumbrado a rematar penales, pero las definiciones son distintas, y más ésa. Era el último de la serie, estaba en juego el campeonato, el estadio repleto, jugando de local. Se te cruzan un montón de cosas mientras te acercás, y el arquero se te hace cada vez más grande”. Una tarde para el recuerdo fue aquella que compartimos en “Fanáticos” con Sergio Martínez. Cómo olvidar sus tres pasos cortos y el tiro fuerte, cruzado a media altura, con todo el cuerpo de Taffarel volcado hacia la izquierda del arco de la Colombes, al tiempo que contemplaba como el balón se incrustaba en la red y coronaba a Uruguay como nuevo campeón americano. Entonces, Martínez habló también de las ganas y del compromiso de un equipo que se puso al hombro la pesadísima mochila de abordar la Copa como local, luego de duros enfrentamientos internos que habían dejado a Uruguay sin la Copa del Mundo de 1994.
“Todos goleando” es el estribillo que todavía se recuerda de una canción sin mayor impacto en los aficionados, obra del muy buen músico y compositor fraybentino Carlos Canzani, el “Pájaro”, nacido en 1953 y radicado en Francia. “Torito” fue el nombre de la mascota de ese torneo, en consonancia con la tradición ganadera de nuestro país, que en este caso utilizaba la indumentaria de la selección de ese entonces: camiseta y medias celeste claras, con short azul.
En el terreno político, Julio María Sanguinetti llevaba solo algunos meses de su segundo mandato, tras haber ganado las elecciones nacionales en noviembre del año anterior, que tuvieron la histórica particularidad de haber sido la de mayor cantidad de candidatos. El reciente mayo había fortalecido en las urnas al Frente Amplio en Montevideo, donde el arquitecto Mariano Arana sucedía en el gobierno al doctor Tabaré Vázquez, revelación en 1989-1990.
Traficc era la propietaria de los derechos de radio y televisión del campeonato, y los primeros partidos generaron polémica, discusiones y enfrentamientos a todo nivel, porque la disposición de la CONMEBOL establecía que podían emitirse en directo solo en un radio mayor a los 150 km, lo que en un país pequeño cuyas sedes eran Montevideo, Maldonado, Rivera y Paysandú implicaba un fuerte choque de intereses. Recuerdo el imparable y rutinario recorrido carretero para relatar para Canal 10 una noche en cada una de las sedes, nutriéndome en cada trayecto de ese incomparable conocimientos de anécdotas de dos grandes como Víctor Espárrago y Rubén Paz, con tantos Mundiales, Sudamericanos y Libertadores encima, que realizaban aportes analizando los partidos en cada transmisión.
La Copa del Mundo de 1990 aparejó muchas más consecuencias que la destitución de Óscar Tabárez. Tras una opaca labor, con el antecedente de México 86, donde el equipo avanzó menos de lo esperable, enfrentados futbolistas y dirigentes, comenzó una fuerte división a nivel periodístico, la cual repercutió en el ánimo de los aficionados. “Repatriados sí o no” suponía el gran debate de los meses posteriores, en lo que extremistas e intransigentes, como en todo, solamente argumentaban una posición sin analizar, por ejemplo, que en un país netamente exportador era imposible ya desde hacía varios años competir a nivel internacional sin convocar a las principales figuras que militaban en equipos del exterior.
Aprovechando el momento, en una nota publicada por Últimas Noticias Luis Cubilla, técnico exitoso si los hay, se candidateó, afirmando lo que gran parte de la gente quería escuchar: “Hay que convocar jugadores con hambre de gloria”. A los pocos meses asumió como entrenador en una AUF presidida por el doctor Hugo Batalla. Nunca recompuso el diálogo con los futbolistas más encumbrados ni tampoco pudo sostener su proyecto, que comenzó a destartalarse por la falta de resultados y de rendimiento, y porque los buenos jugadores que pasaban por la selección también eran transferidos en forma inmediata.
Fue Héctor Núñez, componedor como pocos, último técnico en ganar un torneo internacional de clubes con Nacional en la Recopa de 1989, de vasta trayectoria en España, el mismo que llevó a Fernando Morena al Rayo Vallecano en 1979, el gran hacedor para el triunfo de 1995. Junto al propio Morena como ayudante, el profesor Tejera, Mazurkiewicz como entrenador de arqueros y Osvaldo Giménez como gerente deportivo, formó la base para comandar lo que desde aquel entonces titulé como la “selección de la concordia”. En efecto, había mucho más para zurcir en el relacionamiento fuera que dentro de la cancha, ya que durante las eliminatorias la división rozó a los propios futbolistas, desencadenando en los lógicos resultados. Tras cuatro partidos, Cubilla no terminó su ciclo y Uruguay quedó fuera del Mundial estadounidense.
Hubo un frío extremo en aquel lluvioso julio que obligó hasta la postergación de algún partido. Todavía tengo la sensación de la gélida temperatura en aquel empate de Brasil y Argentina en Rivera con la “mano” de Túlio, que mandó de regreso a la delegación presidida por un desorbitado Julio Grondona, quien pateó la puerta del vestuario del Paiva Olivera tras el fallo erróneo del peruano Alberto Tejada.
“Unos meses antes me llamó y me pidió que fuera a su apartamento en Carrasco. Me habló del proyecto y de cómo quería encarar la Copa, y me dijo que me necesitaba, pero que buscara equipo. Yo venía de una lesión y arreglé con River, lo que me permitió tomar rodaje y poder estar en el plantel”. Fernando Álvez confesó que lo sorprendió aquel llamado del técnico, y reconoció lo fundamental que fue para unir un grupo que se hizo muy fuerte; también contó en aquel programa: “El día antes de la final practicamos penales y no atajé uno. Ese día me propuse tirarme siempre a mi derecha. Una tenía que darse, y se dio en el tercero, frente a Túlio”. Aquel fue el único penal de la serie que no terminó en gol. Uruguay hizo los cinco: Francescoli, Bengoechea, Herrera, Gutiérrez y Martínez.
Desde el primer gol de Daniel Fonseca a los 14 minutos del primer tiempo ante Venezuela, hasta el último de Bengoechea en una exquisita definición de tiro libre en el segundo tiempo de la final ante Brasil, pasaron nueve goles más para las victorias 4 a 1 ante los caribeños, 1 a 0 frente a Paraguay, 2 a 1 frente a Bolivia, y en semifinales 2 a 0 ante Colombia. Uruguay no pudo ganarle en los noventa minutos solo a Brasil en la final y a México en el último partido de la serie: ambos terminaron 1 a 1.
El grupo, integrado por figuras tanto locales e internacionales como Marcelo Otero, Gustavo Méndez, Ruben Sosa y Gustavo Poyet, se había propuesto no defraudar, y lo consiguió. Uruguay se despidió del siglo pasado sin haber perdido de local por un torneo continental y, por lo tanto, habiendo conseguido todos los títulos que disputó en 1917, 1923, 1924, 1942, 1956, 1967 y 1995.
Mário Zagallo dirigía al Campeón del Mundo. Brasil hacía menos de un año se había consagrado en Estados Unidos en la definición por penales ante Italia, tras un largo y aburrido 0 a 0. Con la base de ese equipo y con algunas pruebas de recambio, buscaba un título continental que estaba en manos de Argentina (bicampeona 1991 y 1993), y que no conseguía desde 1989, cuando con gol de Romário se había impuesto sobre Uruguay en Maracaná.
Taffarel, Jorginho, Dunga, Zinho y Aldair, titulares ante los celestes, formaban parte del plantel mundialista.
Saltaba sobre el podio aquel grupo de jugadores celestes. Algunos, aprovechando la gran chance otorgada en el recambio propuesto por el nuevo entrenador, otros con sabor a revancha, tal como lo fue para Álvez, Fonseca, Herrera, Bengoechea, Sergio Martínez y Ruben Sosa, cuestionados por su paso por Italia 90 y por el desempeño en la eliminatoria perdida. Como fue revancha, naturalmente, para Enzo Francescoli, ídolo indiscutido en Argentina pero que, de todas maneras, era señalado, como habitualmente sucede con los líderes, a la hora de ser juzgado en su desempeño con una selección con la que ese 23 de julio conseguía su tercer título continental.
El beso a la Copa y una prolongada vuelta olímpica, capaz de generar una comunión y un reconocimiento intentaron cesar el conflicto, dejando paso al reconfortante triunfo que el aficionado disfrutó. Atrás quedaba el sofocón de un primer tiempo adverso, el gol de Túlio en la media hora y la fractura de Tabaré Silva en el intento por evitarlo. Y, claro, la magia de Bengoechea para clavarla en el ángulo en un momento crítico del partido, y la frialdad de cada quien en la puntería para descargar la artillería pesada en la victoria por penales. Atrás quedaba también un capítulo amargo de discrepancias y una grieta profunda que deberíamos haber aprendido que solo provocaron daño interno. Daño que fue capitalizado por nuestros adversarios, aunque, vista la realidad de los últimos años, deja la sensación de que el aprendizaje fue minúsculo. O, como mínimo, que quienes intentan tomar determinaciones no lo vivieron, no tienen memoria o nunca se interesaron por tomar conocimiento. Fue el triunfo de la concordia y de la unión. Y en ello Héctor Núñez, el “Pichón”, fue el gran ganador de la batalla.