Falta plata, sobra historia

En la segunda entrega de esta sección, Juan Carlos Scelza analiza la dimensión universal del fútbol y las ramificaciones sociológicas que encierra un símbolo sagrado para los uruguayos.




El Estadio Centenario, testigo y protagonista de un sinfín de jornadas épicas.


4 mayo, 2020
El fútbol en tiempos de pandemia

Escribe: Juan Carlos Scelza

 

Ogasawara, a diez minutos del final. Parecía que ni el alargue cambiaría el 0 a 0, pero llegó acompañado de festejo por la obtención del título. 8 de diciembre: Kashima Antlers era el nuevo monarca del país que seis meses después sería anfitrión del Mundial 2002.

 

Exactamente una semana antes, en la coreana Busan, el bolillero había indicado que Uruguay debutaría ante Dinamarca el 1 de junio. Durante quince días, junto a Ariel Téllez, recorrí las ciudades y los estadios del exótico campeonato compartido que nos esperaba.

 

Si el estadio de Kashima, ese de la final que acabábamos de observar, impactaba, la recorrida no dejó de sorprendernos. Arquitectura, diseño, tecnología, presentaban estadios que salían de lo común. Saint-Denis, con sus tribunas retráctiles, deslumbró en el 98, dando un quiebre a los modelos convencionales presentados hasta ese entonces. Las nuevas versiones mundialistas permitieron acompañar el progreso de escenarios que bajo millonarios requisitos de la FIFA -la mayoría, inversiones de 500 millones de euros- siguen ciertas coordenadas, y que asemejan su estructura a naves espaciales y sus comodidades a las de lujosos shoppings u hoteles 5 estrellas.

 

Con el despliegue de “Fanáticos”, en la última década hemos recorrido cada rincón de los más encumbrados estadios del mundo. Old Trafford o la Bombonera, Maracaná o el Allianz Arena, San Siro, el Camp Nou, Wembley, el Azteca… Y ahora en unos meses nos esperará, cuando se abran las fronteras, conocer la nueva e impactante versión del Santiago Bernabéu.

 

¿Qué representa el Estadio Centenario? Esta vez era yo el que tenía que responder a la pregunta de Felipe Abuchalja, tras la invitación a participar del documental de los 90 años del Centenario, que se cumplirán en pocos meses. Tratando de no caer en lugares comunes, pero con la  sinceridad de siempre, no dudé en decir que por años fue mi segunda casa. Fue el primer contacto con el fútbol, el empujón a la vocación, la elección de una atrapante profesión de la que jamás quise separarme. Fue, también, la primera transmisión, y la barra de amigos del barrio y del colegio compartiendo la tribuna.

 

Es verdad que el lujo de la arquitectura de avanzada presentada por el arquitecto Scasso se ha desplomado por la falta de recursos. Dejadez, desidia y falta de visión han conspirado desde hace ya varias décadas para lograr el cruel deterioro que se padece. Claro: el Centenario tiene lo que otros envidian. Va para cien años, y en él vive la historia en cada rincón.

 

El Estadio es el gol del “Manco” Héctor Castro el 18 de julio del 30 ante Perú, cuando el cemento todavía estaba fresco y el festejo del “Chengue” ante los australianos no significaba siquiera una posibilidad remota. Es el primer gol de la Libertadores anotado por Borges y la primera Intercontinental de todos los tiempos con la visita del Real Madrid. El “manicero” haciendo los cucuruchos de papel de diario en la Platea América. Y, en épocas en que se podía, el tradicional grito de “Cigarrrrroooooo” del vendedor de la Olímpica.

 

El paso apurado por el Parque Batlle de los impuntuales que no se quieren perder el comienzo del partido, los buses que llegan tempranito portando la ilusión de cientos de hinchas que vienen desde el interior para acompañar el suceso celeste de los últimos tiempos. Y los cuatro goles de Suárez a Chile en su gran noche de 11 del 11 del 11, el cabezazo de Ancheta para meter a la celeste en México 70, el “limonazo” del “Chicharra” Ramos, la primera vuelta olímpica en la historia mundialista con Nasazzi a la cabeza y, cincuenta años después, la “agachada” de Victorino que significó la Copa de Oro.

 

Haciendo un programa en medio de un homenaje que le realizaban en una de las tantas cantinas céntricas de Buenos Aires, Ricardo Bochini, el gran talento de Independiente, me confesó: “¿Sabés lo que era jugar de visitante en el Centenario? Era bravísimo”. Si lo dice él, que debutó en Montevideo en la final que el “Rey de Copas” le ganó a Colo Colo en 1973, no hay nada más que agregar.

 

 

El Centenario es doblete de Zico en la conquista de Flamengo, el zapatazo del “Chango” Juan Carlos Cárdenas ante el Celtic, la sorprendente aparición del Estudiantes de los alfileres o el penal que tapa el “Loco” Hugo Gatti para que Boca gane su primera Copa.

 

Es el inconfundible aroma a café, los “garroneros” de cada tarde esperando al dirigente de turno en la puerta del palco oficial, los taludes repletos y la policía montada intentando impedir la coladera para la tribuna. Es el viejo “placard” de la Amsterdam en el que se colocaba manualmente el gol de ese partido, y el del resto que se jugaba al mismo tiempo en otras canchas.

 

Sería para la curiosidad de la época, y seguramente la mayoría lo desconoce, la larga subida a los vestuarios que estaban en los ángulos superiores de la Tribuna Olímpica. Es la emoción indescriptible del himno cantado por todos y la bandera desplegándose en la Torre de los Homenajes (emblema único e identificativo del “monumento al fútbol mundial”). Son los goles de Luis Artime ante los griegos, y de Pepe Sasía ante el Benfica, para los triunfos intercontinentales de los grandes.

 

Visitantes de lujo: Messi, Ronaldinho, Ronaldo, Rivaldo, la Alemania campeona de los 90, el joven y encendido Maradona del 79, el Torpedo de Moscú, Rummenigge, Bonhof, Allofs y Shumacher. El enorme Sócrates empatando la final del Mundialito, Pelé conquistando su gol 1001 en la Supercopa del 69, la Italia que se aprontaba para ganar el Mundial de España con Tardelli, Graziani y Antognoni. Los hermanos Van de Kerkhof. El inglés Kevin Keegan en los 80, Riquelme, Passarella, el “Beto” Alonso, Tévez, Tostão, Gerson o Clodoaldo.

 

También pisaron su gramilla el gran Eusebio, Hugo Sánchez y la famosa Inglaterra de los años 50, Garrincha, Romário, Bebeto, Alfredo Di Stéfano con su poderoso Real Madrid -y sin tanta prensa como ahora-, Stábile o Peucelle en la final del 30, Lev Yashin o el húngaro Puskás a comienzo de la década de 1960.

 

El Estadio Centenario es cobijarse de la tormenta bajo las alas de la Torre, y la transformación de las cabinas y de la parte superior de la América para recibir a los campeones del mundo en 1980. Es la ansiosa espera del vestuarista para conseguir por lo menos a la pasada el saludo del ídolo. Son horas y horas de cables, conexiones, móviles y camarógrafos haciendo las pruebas para que la trasmisión salga impecable. Las torres de luces amarillentas que teñían los partidos nocturnos, la “murguita” de Nacional que llevaba el platillo y el redoblante al balcón inferior de la Olímpica, y la bandera de Peñarol  con once lucecitas alimentadas con la batería de un auto que simulaba estrellas en la parte central de la tribuna.

 

Bajar del auto al son de “una chapita pa’l vino”, el arte único -casi un malabar- de los locutores que al mismo tiempo dan vuelta el fichero, leyendo la publicidad a gran velocidad y teniendo el micrófono, los parlantes que te dicen que “Cativelli es Cativelli”, que “Paterson y yo vamos a la playa”, mientras los chicos “Sanforizados” alcanzan la pelota. Los mismos chicos que saben que, cuando llegue el cambio de futbolistas, habrá “uno más para atender”.

 

Son los récords del “Potrillo” Fernando Morena, primero 34, después 36 y hasta 7 goles en un mismo partido. “El Bigote” y su récord clásico. Los zapatazos de Pedro Rocha, de Ambrois y de Bibiano Zapirain para distintos Sudamericanos. El “Juvenil de Plata” del 79, de la mano de Raúl Bentancor y de Esteban Gesto. La pegada de Bengoechea en la final ante Brasil, el penal del “Manteca” Martínez y el que le ataja Álvez a Túlio en el consagratorio 1995.

 

Claro que el Centenario se ha venido abajo, y es una responsabilidad de todos, que no excluye a gobiernos departamentales de turno de varias décadas ni a la dirigencia de la AUF. Nadie se detuvo para darse cuenta de que el mundo de los espectáculos iba en otro sentido, y de que los grandes, tarde o temprano, llevados por las nuevas coordenadas económicas, lo iban a dejar huérfano.

 

Respeto, pero no me sumo, a la utópica versión de un Mundial en el año 2030. Aunque sí creo y apoyo firmemente la búsqueda de la recuperación de un estadio que es mito y leyenda en el mundo. Y estoy de acuerdo con el contador Ricardo Lombardo, en el sentido de que a los cien años de su apertura, necesariamente deberán abrirse las puertas para interesar a capitales extranjeros. Es más: soy de los que sostienen que Uruguay debe solicitar la realización de la segunda edición de la Copa de Oro, como ocurrió en el cincuentenario del Mundial. Y eso, créanme, es bastante más sencillo e igual de redituable que la quimera de ser una de las sedes de la Copa del Mundo.

 

Mientras Torque se hace local de tribunas vacías, y con el desafío de mejorarlo y proyectarlo, el Estadio seguirá siendo siempre el corazón del fútbol uruguayo, aun cuando fue capaz de ponerse los guantes de “Dogomar”, maravillarse con los Globetrotters, recibir a Alfredo Zitarrosa tras el exilio, abrirles las puertas a Los Olimareños, y admirar a los Rolling Stones y a Paul MacCartney. O hasta cobijar el Concurso de Carnaval o la última etapa de varias Vueltas Ciclistas.

 

Es el Centenario, la cita obligada del domingo después de los ravioles familiares. Es bandera, papel picado y compartir un par de horas con desconocidos de la vida, pero compinches de tribuna. Es pasión de todos, hasta de aquellos a los que, por haber estacionado apurados, los parlantes los convocaron en pleno partido: “Se comunica al conductor del coche matrícula… presentarse en puerta del Palco Oficial”.

 

No parece poco, ¿verdad?