El dueño del secreto
Alcides Edgardo Ghiggia, el autor del gol del siglo XX definitivamente en la inmortalidad. El héroe de Maracaná, falleció a los 88 años de edad, al sufrir un paro cardíaco en el día que precisamente se conmemora el 65 aniversario del gran triunfo uruguayo.
No era un hombre risueño. Generalmente callaba. Su mirada dejaba traslucir un corazón en calma y sus frases cortas y categóricas hacían juego con lo enjuto del cuerpo joven, como recién bajado del ómnibus del club frente al estadio, para marchar presto a cambiarse en el vestuario y a saltar a la cancha sin esfuerzo, el cuerpo y la mente de futbolista en actividad que seguía teniendo.
Su importancia en el deporte, todo el mundo la conoce desde aquel 16 de julio de 1950, aunque ya había sido campeón uruguayo con Peñarol, integrando la máquina del 49, la famosa y duradera delantera Ghiggia, Hobberg, Míguez, Schiaffino y Vidal y luego fue campeón de Italia con Milan y seleccionado italiano también. Pero aquella tarde que desbordó a Bigode en el Maracaná y la colocó, rastrera, al primer palo de Barbosa, aprovechando que éste dio un paso hacia adelante temiendo el pase al medio como en el primer gol (el de Schiaffino), porque por el medio entraba Oscar Omar Míguez, que se la venía pidiendo a Ghiggia con insistencia (“¡Negro! ¡Negro!”, gritaba Míguez, distrayendo, a la vez, a Barbosa), dejó a millones de personas pensando miles de millones de veces en aquella jugada, como reconoció, en el calvario en que injustamente se transformó su vida, el propio arquero Barbosa (que aunque hubiese tenido toda la culpa en esa jugada, no merecía la condena que padeció hasta su muerte).
Lo que nadie supo hasta que Míguez y Ghiggia lo contaron y un par de periodistas lo consignaron mucho después, es que ambos estaban jugando esa final de la Copa del Mundo por jugar, como en el campito, como en la Cuarta división de Sud América donde juntos empezaron a probarse en un club profesional –y siguieron siempre juntos en Primera, en la Selección, en Peñarol, hasta que Ghiggia se fue a Italia y Míguez no quiso irse; se quedó en su casa de la calle Isabela- , con la misma exacta actitud lúdica del picado con arcos figurados por un par de piedras o de palitos, porque cuando Ghiggia anotó el gol en Maracaná y era el Campeonato del Mundo ganado y era la caída del favorito, del local, ante un estadio lleno de doscientas mil personas que enmudecieron y era el gol del siglo y era el cuarto Mundial para Uruguay que mantenía el invicto, nada de eso les importó en ese momento. A tal punto estaban en la de ellos, en el juego, que Míguez, al abrazar a Ghiggia detrás del arco vencido de Brasil, le reprochó en serio que no se la hubiera pasado, “¿no me oíste que te la pedí, Negro, no me viste que entraba solo por el medio? Y Ghiggia, con la misma naturalidad del reclamo de su compañero, le contestó: “dejála ahí que está bien”.
Fue un instante, no lo prepararon como un guión de cine, un libreto teatral o un discurso de oratoria, fue el instante del genio intelectual que no sólo se demostraba en el campo de juego, sino en la repentina salida ocurrente, salteándose tantas asociaciones de ideas (¿qué querés, que la saquemos de adentro del arco y se la devolvamos al Loco –Julio Pérez- para que tiremos de nuevo la doble pared y me le vaya a Bigode otra vez y te la dé para que te salga Barbosa? ¿Y si te la ataja? Dejala ahí que está bien), para resumir todo en la segura frase corta del final, de cinco palabras, con un golpe insuperable de ingenio.
Me lo había contado Míguez y me lo contó después Alcides para su libro “El gol del siglo” con el que colaboramos junto a Atilio Garrido.
Alcides parecía haber gastado los nervios en muy antiguos dilemas, pero nos enteramos, por testimonios de quienes lo conocieron desde niño, que siempre había sido así, un hombre sencillo, humilde, llano y genial, que cuando establecía el diálogo cordial, sus comentarios tenían esa impronta de réplica fulminante y buen humor, imprevisible un segundo antes.
Algunas veces pensé qué hubiesen escrito Shakespiere, Moliere, Cervantes, De Sica o Woody Allen, si les hubieran encargado el diálogo de ese momento entre Ghiggia y Míguez, si un productor (la reina Isabel I, Luis XIV, Felipe II, Dino de Laurentis o Joffe, pongamos por caso) les hubiese alcanzado el dibujo, el daguerrotipo o la fotografía de Míguez y Ghiggia abrazándose detrás del arco de Barboza en Maracaná el 16 de julio de 1950 (con todo el tiempo del mundo para preverlo) y les hubiera pedido que escribiesen algo en dos globos que partieran de las bocas de los protagonistas en el dibujo o en sólo dos parlamentos cortos de un guión técnico. Nunca, ni midiendo con los modelos más exigentes, pude imaginar otros dos mejores parlamentos que estos: “¿No oíste que te la pedí, no me viste que entraba solo?”. “Dejala ahí que está bien”. Ghiggia y Míguez lo escribieron de improviso, en una especie de jam sesion, sin siquiera haber podido adivinar que semejante situación sucedería, porque el fútbol es, como lo definió Dante Panzeri, “la dinámica de lo imprevisto”.
Otros, Atilio sin falta, escribirán sobre el jugador y el hombre de fútbol que pudieron apreciar en las canchas y en las concentraciones. A mí me queda destacar la sabiduría de un experto que durante muchos años y décadas fue desperdiciada por el fútbol uruguayo. Por mediación de Paco Casal y del Tano Gutiérrez (que fue jugador suyo en Peñarol y amigo), que incidieron para que Alcides pudiera dejar escrito su legado y volviese a participar productivamente de la mayor pasión de nuestro pueblo y por decisión del maestro Tabárez, que lo llevó a Sudáfrica con nuestra selección y lo tuvo siempre cerca, para seguir aprendiendo de él como cuando eran compañeros de equipo en Sud América –a fines de los sesenta-, Ghiggia demostró la utilidad de la transmisión y el aprendizaje a través de la experiencia. Finalmente fuimos un país que supo aprovechar su herencia. Eso es reconfortante saberlo.
Es bueno saber también que el talento y la inteligencia en una cancha de fútbol, además puede expresarse en otras canchas de la vida. Es apenas una cuestión de traducción y, a veces, como en el momento culminante de aquellos dos gurises en Maracaná (Omar y Alcides tenían veintidós añitos) alcanza con oír y pensar.
Lo que parecía impensable era esto. La muerte de Alcides. Cuando leí Las intermitencias de la muerte, de José Saramago, una novela donde la gente deja de morir generando así el caos en el mundo, enseguida pensé en Alcides. Porque el cuerpo y la mente de Alcides eran inmortales. Lo afirmo literalmente, no en el sentido místico o figurado, también cierto, de que seguirá vivo siempre en el corazón de los uruguayos y de los otros amantes del fútbol y de que será eternamente joven en el recuerdo de quienes lo tratamos en cualquier época, me refiero a su salud, a su amor primaveral por su señora esposa cuarenta y seis años menor que él, que lo celaba y lo cuidaba, discreta y sensatamente, me remito a sus muchos cigarrillos diarios, a sus “giras” con Larbanois-Carrero, con quienes cantaba tangos en cualquier lugar del país –lo recuerdo junto a Mario Carrero, Eduardo Pereira, el Gallego González y Hebert Revetria, en casa de Hebert, durante una larga cena de anécdotas, fútbol y canto-, a su presencia infaltable disfrutando de la vida en todos los eventos importantes, a su orgullo de las actividades de sus hijos, a la vanidad rantifusa con que un día definió: “al Maracaná lo enmudecieron tres personas, el Papa, Frank Sinatra y yo”, a su cordial manera de estar en el mundo de una vez y para siempre.
El tenía la fórmula que los alquimistas tanto buscaron inútilmente. Era el dueño del secreto.
Lo vamos a extrañar.