En Estados Unidos, el clásico recién empieza
Este martes, un día antes que en el Este, comenzarán las finales de la Conferencia Oeste de la NBA. Así se pondrá en marcha el dispositivo deportivo más entretenido del planeta, que pocas veces como en esta temporada ha sido tan extraño y fascinante.
Pero estas dos cualidades se retroalimentan vorazmente, y lo que en otra oportunidad sería improbable, hoy resulta posible y atractivo, pues, salvo en el caso de Cleveland, los equipos que disputarán las finales no figuraban entre los favoritos a quedarse con el título. Y sin embargo, por el camino que han recorrido y por el tipo de básquetbol que practican, garantizan el retorno de un estilo en el que, sin el desprecio por el balance defensivo del genial Don Nelson o del testarudo Mike D’Antoni, el juego ofensivo de calidad está garantizado.
Por supuesto, a ello ha contribuido, por un lado, David Blatt, un brillante entrenador estadounidense-israelí que a comienzos de la temporada se encontró con una llamativa cuota de ignorancia y de sectarismo por parte de la prensa especializada norteamericana para la cual la extraordinaria experiencia internacional del entonces recién nombrado técnico de Cleveland no debía siquiera ser considerada, como si el baloncesto europeo y el americano fueran, directamente, dos deportes distintos.
Precisamente Blatt comandará a los Cavaliers de LeBron James, uno de los jugadores más potentes, polifacéticos y talentosos de las últimas décadas, a veces sobrevalorado por la misma maquinaria de marketing que se encargó de castigar a Blatt mucho antes de descubrir que su pasaje a los Estados Unidos no le había borrado la memoria.
Lógicamente, la ausencia de Kevin Love, uno de los mejores ala-pívots del mundo, cuyo tiro de tres es, además, una ventaja comparativa en esa posición, esquilmará la chance de una franquicia que, de todos modos, cuenta entre sus filas con jugadores que se agigantan ante la adversidad, como J.R. Smith e Iman Shumpert, dos deportistas poco afectos al buen comportamiento y dotados de un enorme talento perimetral; y con Kyrie Irving, una superestrella dotada de una rapidez, una habilidad y una capacidad de penetración del todo excepcionales, atributos que ya mostró en su selección y que conforman un combo al que, quizá, la única crítica que le quepa sea la de la preponderancia que el base armador le da al tiro por sobre el pase.
Frente a esta franquicia, en la que también será clave el aporte de jugadores de rol como James Jones, un silencioso y letal triplero, y de Timoféi Mozgov, el dueño del juego interior desde que Cleveland intentó sortear el escollo que supuso la larga lesión del muy buen pívot defensivo brasileño Anderson Varejao, estarán los Atlanta Hawks.
La única vez que ellos salieron campeones fue en el año 1958, y en ese entonces estaban radicados en la ciudad de St. Louis. Como esta no es una competencia de inexperencia sino una final del Este en la NBA, no debería influir demasiado el hecho de que los Cavaliers no hayan ganado nunca el torneo.
Pero, ¿por qué los Hawks ratificaron las condiciones que mostraron a lo largo de una sólida temporada regular, más luego de una serie contra Washington que tuvo tres momentos infartantes en los que Paul Pierce demostró por qué es Paul Pierce? Porque no tienen a John Wall, a Tony Parker, a Chris Paul, a Blake Griffin ni a Tim Duncan, pero tienen algo que muchos equipos más vistosos no saben lo que es: una feroz disciplina y un juego colectivo donde lo único innegociable es que la suma de las partes debe, sin excepción, contribuir al éxito colectivo dejando a un lado en todo lo que sea posible cualquier anhelo de brillo individual. El principio de esta historia en la cual Atlanta, comandada por el ganador del premio a mejor coach del año, Mike Budenholzer, tendrá ventaja de cancha, será el miércoles a las 21: 30 horas de Uruguay.
SALVAJE OESTE
Un día antes, pero a las 22 horas, empezará la serie, que también se televisará íntegramente en nuestro país, entre Houston y Golden State.
El primer equipo, dirigido por el notable ex jugador de Boston Kevin McHale, acaba de eliminar a los Clippers en una serie redentora para los Rockets e inverosímilmente pesadillesca para unos Clippers que, a pesar de su muy buen plantel, de su excelente técnico y de su antológica victoria en primera ronda contra los Spurs (no habrá ninguna igual), perdieron una ventaja de tres partidos a uno y, en el penúltimo de los encuentros, tiraron a la basura su autoestima, fenómeno que terminó con un último cuarto donde Houston convirtió 40 puntos y Los Angeles, que vio girar en torno al Staples Center la maldición del perpetuo fracaso, 15.
La última vez que Houston había dado vuelta una serie de semejante dificultad fue en 1995, un año que terminó coronando a aquel inolvidable plantel al que se agregaban a la sabiduría del coach Rudy Tomjanovich y al coraje del base Sam Cassell, el legendario conocimiento de dos leyendas al mismo tiempo elegantes, espectaculares e hipnóticas: Clyde Drexler y Hakeem Olajuwon.
Así como McHale no haría mal en mirarse en el espejo de Tomjanovich, tampoco Trevor Ariza, un alero defensivo y químicamente puro, haría mal en evocar el rol que Horry tuvo en aquellas campañas y en el resto de su carrera: el de un inclemente finalizador de partidos históricos desde atrás de la línea de tres. Porque, además, así como aquel Houston pudo evitar a los Chicago Bulls de Michael Jordan, este Houston habrá evitado a los Spurs que ejecutaron los Clippers: “el desgaste lo hicieron otros, pero la gloria puede ser nuestra”, es el lema que cuaja.
MUCHO MÁS QUE DOS
Evidentemente, a Ariza lo deberán acompañar sabiamente Jason Terry -un hombre que a sus 37 años de edad conserva la clase y la calidad técnica que lo llevaron a ganar, a caballo de un hermoso tiro de media y larga distancia, un campeonato con los Dallas Mavericks de Tyson Chandler, de Jason Kidd, de Rick Carlisle y de Dirk Nowitzki- y el iracundo Josh Smith. Lo propio deberá hacer Corey Brewer, un correcaminos explosivo pero descontrolado que juega especialmente bien sin presión y bajo la batuta de McHale. Y, naturalmente, Dwight Howard, un pívot potente, efectivo y popular que deberá lidiar con su falta de madurez y con su pésimo porcentaje de libres para imponerse en ambas tablas, pues no deberíamos olvidar que Howard es, también, un muy buen bloqueador y un extraordinario reboteador.
Un párrafo aparte merece James Harden, cuya continuidad en Oklahoma se vio interumpida en un proceso que desembocó en su llegada al estado de Texas, donde Houston lo vio jugar tan bien que en esta campaña peleó palmo a palmo el premio al Jugador Más Valioso de la temporada con Stephen Curry, promediando 27 puntos, siete asistencias y seis rebotes por match, lo que no significa que no deba convertirse en un conductor menos egoísta y también más maduro, si el lector y Jason Terry comprenden de qué estoy hablando.
Quien sí ha de comprenderlo es el propio Curry, el Messi del básquetbol, que ha explotado con su MVP para recordarnos que, mucho más que por sus espectaculares estadísticas, es un grande por la incuantificable magia que regala cuando cambia de ritmo para penetrar en velocidad, cuando hace un pase digno de Magic Johnson, cuando mete triples como si fueran tiros libres, con escasos segundos entre el momento en que agarra el balón y el momento en que lo lanza, y cuando deja a sus rivales en el piso –literalmente- gracias a esperpénticos movimientos de cadera y a un pique bajo y un dominio general del balón supremos.
Que aquella explosión coincida con este impresionante momento de Golden State, su club, es una bienvenida noticia para los amantes del baloncesto y para quienes creímos, quizá equivocadamente, que el despido del técnico Mark Jackson, el año pasado, había sido un error.
Porque Steve Kerr se ha revelado como un muy buen entrenador y, contrariando la ortodoxia, ha alcanzado una receta magistral gracias a Curry y a Klay Thompson pero, sobre todo, al ritmo de juego que le impuso al equipo que comanda y al revolucionario modo en que ha decidido rotar a sus jugadores, entre quienes casi nadie ha desentonado.
Sin embargo, si los Warriors, que ganaron 67 partidos y solamente perdieron 15 en la temporada regular, quieren vencer a los Rockets, necesitarán más que nunca de la efectivad triplera colectiva y, en particular, de la defensiva de Draymond Green y de la gigantesca jerarquía de Andre Iguodala.
En pocas horas comenzará la resolución de estos enigmas. Y, si todo sucede como parece que va a suceder, muy poca gente se podrá quejar.