El “nuevo” Jaime Roos, Astor Piazzolla, el “Pepe” Sacía y Luisito Suárez
Un puñado de días se fueron como agua entre los dedos después de la noche del lunes de carnaval. Pese a ello, la velada transcurrida en el hermoso anfiteatro al aire libre de “Medio y Medio club de jazz”, continuó dando vueltas en mi cabeza, buscando la forma para construir esta crónica. Este domingo a pleno sol, se ordenaron las ideas que en el devenir de las jornadas inundaban mi mente. Al decir de Rubén Darío, encontré la forma que perseguía el estilo. Aquí está.
Allí, sobre el escenario que la pujanza de Leandro puso de moda desde hace muchos, rodeado del bosque de eucaliptus y acunado por el rumor de las olas de la playa de Solanas, Jaime Roos y su banda “3 millones”, regalaron en soberbio concierto a los asistentes que agotaron las entradas con varios días de anticipación.
Realmente fue así, un concierto, cumpliendo al pie de la letra la con la definición de Real Academia. Una “composición musical para diversos instrumentos en que uno o varios llevan la parte principal”. En esta ocasión, una vez más, Jaime Roos fue el artífice de la puesta en escena para extraer lo mejor de cada componente, construyendo un todo magnífico adornado por la calidad de un gran sonido y el decorado de la robótica iluminación, sincronizadas a la perfección generando el ambiente ideal para cada interpretación, según el ritmo que sonaba. Desde el absoluto tono violeta en degradé como fondo de “Cometa de la Farola” (dedicada al “Pipe” Stein); hasta el relampagueante multicolorido, ayudado por el humo, al sonar “Tal vez Cheché”; pasando por el intimista cuando –solamente con el acompañamiento de la acordeón piano de Gustavo Montemurro y la guitarra de Guzmán Mendaro, se le animó al tango, con “De la canilla”. Desgranó fino humor, cuando aseguró que “cómo estamos arriba del tablado y en el tablado hay que hacer dedicatorias”, la primera estuvo dirigida al reconocimiento de un médico -cuyo nombre no retuve-, al que alabó por ser el cuida la garganta de todos los murguistas. Luego, a su turno, ofrendó temas a la Ministro de Turismo y Deportes, Lilían Quchichian y al actual Diputado De los Santos, ex Intendente de Maldonado.
Más allá de la profesionalidad que siempre lo caracterizó, todos aquellos que asistieron al show –de una manera u otra- advirtieron que al frente de la banda, como primera y gran figura, un “nuevo” Jaime cautivaba a los espectadores. Impecable en su apariencia, magnífico, exultante, pletórico y enérgico, con enormes ganas de disfrutar de la ofrenda de su trabajo, ese “otro” Jaime demostró que es el mejor y principal cultor e intérprete de una música que tuvo el enorme mérito inventar. La fusión del rock con la murga, el candombe y en ocasiones el tango y la milonga, fue una revolución controvertida en su momento -en la década del setenta- cuando Jaime la lanzó al consumo popular. Un nuevo Astor Piazzolla surgió entonces en el Río de la Plata. Hoy, al igual que ocurrió con Astor, definitivamente la creación de Jaime se convirtió en la típica música popular del Uruguay. ¡Y algún día –y ojalá sea pronto- alguien o algún organismo oficial, deberá reconocérselo con los honores que corresponden! El gran maestro Raúl Medina, comentando la nota y compartiendo los conceptos, me agregó una precisión interesante: “Sin duda, Jaime creó al tan importante como lo es el género de la música urbana del Uruguay”.
Más allá de estas afirmaciones -opiniones al fin- estoy seguro que la gran cantidad de sus amigos que allí se encontraban (entre ellos la familia Cohen, con el afamado Prof. Henry a la cabeza, sugiriendo Jaime que lo“googlearan” para saber a quién se refería), así como sus incondicionales seguidores, advirtieron la existencia de ese “nuevo” Jaime. Ese, que tal vez sorprenda a su cama durmiendo temprano. Ese, que no tira las noches. Que observa cosas que antes no veía. Cosas que se ven solamente de día, según define “Cacho” Castaña a los cambios que se producen en el ser humano, cuando toma consciencia del tiempo que pasa. Cuando es protagonista de episodios positivos. Cuando el amor verdadero golpea la puerta. Este “nuevo” Jaime está lleno de proyectos, dibuja emprendimientos en su mente que redundarán en una ola positiva, que será saludada y agradecida por sus fanáticos y por la música popular uruguaya de la que se ha convertido en símbolo y portaestandarte.
Cuando desgranó los versos de “Catalina” -escrita a su madre-; de “Amor profundo” y “Si me voy antes que vos”, dejó en evidencia por la forma como las encaró, que este “nuevo” Jaime encontró el camino de la felicidad, por la que tanto luchó en su búsqueda en medio de los abismos insondables de la vida, para citar a Discepolo y su incomparable “Uno”.
En su recorrida de éxitos no faltó “Cuando juega Uruguay” (con dedicación especial para Alberto Taranto recordando la alegría que vivió con sus nietos en Sudáfrica 2010), que el público coreó de pie, rompiendo en un cerrado aplauso final. El mismo público que escuchó con sepulcral silencio, cuando llegó el turno de “Al ‘Pepe’ Sacia”.
Hace un apunta de años
que no veo al Pepe Sasía
al amigo aquel
tal vez la noche se tragó los versos
que apenas recuerdo
Escribí una vez:
El Pepe tenía en la sangre
la bronca del corralón
y la escuela del arroyo
era su libro mejor
peleador de barrio pobre
sin boca de charlatán
Aires Puros te recuerda
como corazón de pan
José Sasía, amigo fiel
cara de murga, nariz de rey
fama de guapo, voz de gorrión
quiero cantarte mi evocación
Evocación de una leyenda
de polvo que no hablará
que no habla nunca si le preguntan
porque el silencio sabe jugar
Ya curtido por los años y con el sol de la vida en la espalda, me costó retener una lágrima que se asomó en mis ojos. La letra que escribió el poeta Enrique Estrázulas y que musicalizó junto con Jaime, es una perfecta biografía y una genial pintura de aquel guapo escapado de un tango arrabalero, con prominente nariz y un abundante pelo renegrido, siempre peinado totalmente hacia atrás. La voz del “nuevo” Jaime me llevó a mí –y también a una parte grande del público asistente-, a aquellos años de la adolescencia. Primero vi jugar al “Pepe”, acompañando a mi viejo en la cita ritual de cada fin de semana cuando “íbamos al fóbal”. ¡Tiempos sin TV, sin replay, sin en vivo y en directo, sin “esepe” como explica Romano cada vez que un tiro al arco termina su vuelo en la tribuna! Después lo conocí personalmente, como consecuencia directa del periodismo que comencé a ejercer en 1968, en la redacción de “El Debate”.
El “Pepe” nació en Treinta y Tres (27/12/1933). Delfino –el padre-, militaba en el Partido Nacional. Era blanco independiente de Washington Beltrán. Un día le consiguieron un empleo en la Caja de Jubilaciones para su esposa –doña Mariana-, y con los nueve hijos se vinieron para Montevideo. Anclaron en una pieza de Aires Puros donde dormían todos juntos. “El que se levantaba perdía el puesto. Dormía parado. Mis padres, con mucho sacrificio, hicieron estudiar a los nueve, y no sé cómo hacían pero nunca faltó la comida en casa”, recordaba el “Pepe” cuando habla de aquel tiempo sin “delivery” pero con pucheros, sin Direc TV pero con abundante educación, primero en la propia casa y después en la escuela… ¡pública!, aclaro por las dudas. Delfino armó una peluquería y se instalaron en la calle Ipiranga, casi Propios, en la orilla del Miguelete frente a la cancha de La Luz. Desde allí, desde las zonas del después, arrancó a la fama generando polémicas desde el principio, con su propio apellido. Lo escribieron siempre con dos “eses” a pesar que para la cédula de identidad, eternamente fue Sacía…
Guapo como pocos, el “Pepe” fue el símbolo de aquel fútbol uruguayo ganador. Metió en la cancha la bravura y la rebeldía de los postergados. Alejado del “no te metás”, se jugó cada día la ropa en los potreros, a los que iba a jugar desde niño acompañado de su famoso perro, de nombre “Clarín”; en las canchas de las Ligas de barrio; en el boliche “La Cadena”; en las mesas de billar donde daba clases de casín; en el área del Estadio Centenario o de Wembley; en los enfrentamientos de la policía; en la calle, cuando los “botones” venían a ponerle punto final a los picados de fóbal porque algún vecino llamaba a la Comisaría o en las grescas a trompada limpia en los bailes de la quinta de Casa de Galicia. A raíz de un flor de lío por cuestión de polleras, un balazo de un “milico” -cómo él llamaba a la autoridad- le rompió el peroné y rebotó en la tibia. Estuvo cuarenta días en Traumatología del Hospital de Clínicas y doce en la cárcel. Tenía 18 años. Era titular en el primer equipo de Defensor. Pensaron que no volvía a jugar. ¡Y volvió! Siguió jugando en Defensor, se casó, tuvo dos hijos, se divorció cuando jugaba en Peñarol y con Sheila encontró el amor de su vida. Los acompañó durante quince año un caniche -“Rolly”- que siguió a la pareja en sus andanzas por el mundo, cuando el jugador se transformó en el profesor entrenador.
De botija, en Defensor se encontró con “El Hugo” Bagnulo que lo encaminó. El “Pepe” lo llamaba “domador de tigres”. Y agregaba: “era un técnico que se hacía querer y se hacía respetar; tenía fama de guapo bien ganada en el barrio Palermo y conocía la psicología del jugador”.
Una vez no había arreglado el contrato en Defensor. Se puso duro. Pero más firme se plantó el Presidente Luis Franzini. El expediente estaba feo. Pero el “Pepe” ya tenía hinchada propia. Se enteró del problema el padre de Ovidio Caval, emigrante gallego que había sido combatiente republicano en la Guerra Civil. Lo fue a ver y le dijo:
-“Aguantá tranquilo que yo te consigo laburo en la Española”.
En el Sudamericano de 1959 en Guayaquil, el “Pepe” la descoció. Sosa, Troche y “Cacho” Silveira; “Cala” Méndez, Rubén González y “Churrasco” Mesías; Domingo Pérez, Bergara, Douksas, Sacía y el “Chongo” Escalada. Le hicieron cinco goles a la Argentina de Sanfilippo y se consagraron campeones. En el último partido ante Paraguay los guaraníes se pusieron 1:0 en el marcador. La derrota parecía inevitable. En la hora, en un córner a favor, el golero Riquelme salió a buscar la pelota y el “Pepe” le tiró “tierrita” en los ojos. Se le cayó de las manos y él la punteó a la red. Gol y empate. Los paraguayos se querían comer al juez argentino Pradaudde porque no vio lo ocurrido.
A raíz de sus grandes actuaciones con la celeste, en 1960 lo compró Boca Jr. pagando un precio récord. Antonio Rattín, el capitán xeneise y encaminado a convertirse leyenda en el club, tenía armada su banda. Un tipo con la personalidad del “Pepe” amenazaba su predominio. En los primeros partidos, el “Pepe” advirtió que lo tiraban al medio. No aguantó más y lo desafió a pelear. Mano a mano. Ganó el “Pepe” -claro, ¿quién iba a ganar?-, pero no jugó más… Se dedicó a cultivar su bohemia con el “gordo” Porcel, Javier Portales, el “Polaco” Goyeneche y los compatriotas Julio Sosa y Carlos Roldán. En diciembre de ese mismo año sesenta ya estaba en Peñarol para cubrirse de gloria eterna. Campeón Uruguayo, Campeón de América -con un golazo que marcó en Pacaembú a Palmeiras rompiendo la red- y del Mundo en 1961, goleador clásico con un recordado triplete. Los duelos con el Santos y Olimpia; los líos en Villa Belmiro y Puerto Sajonia, en aquellos partidos por la Copa Libertadores de América que se convertían en verdaderas batallas. Y también, la “tierrita” en los ojos del golero brasileño Gilmar, en uno de los varios enfrentamientos con el Santos que terminaron con triunfo de Peñarol.
En la semifinal de la edición de 1965, en el tercer partido decisivo ante el Santos en Buenos Aires, “El Gráfico” tituló la nota de manera sugestiva: “fuimos a ver a un diez y terminamos viendo a otro diez”. Los porteños que llenaron la cancha de River Plate para presenciar el encuentro, concurrieron atraídos por la presencia de Pelé. ¡Recuerden los jóvenes que no existía la televisación de los partidos! ¡Para ver jugar a un crack, había que estar en la cancha! Y vieron a Sacía que regaló un partido notable convirtiendo el segundo y definitivo gol en el alargue. Fui testigo de aquella noche imborrable con el debut de Mazurkiewicz transformándose en “el golero niño”.
Pelé y el Santos eliminados. Peñarol a la final con Independiente. Los aurinegros creyeron que la Copa estaba ganada. Y todo lo hacía pensar así. En el primer partido, en Avellaneda, el cerrojo defensivo de Peñarol resultaba infranqueable. El empate sin goles anunciaba la consagración en el Estadio Centenario en el partido de vuelta. Pero… A los setenta minutos, en un contragolpe Peñarol se arrimó al hazañoso gol a favor. La pelota se fue al corner. El “Pepe” le gritó “no te apures, déjame llegar” al “Cholo” Ledesma, quien lentamente se dirigía a ejecutar la pena. Joya hizo un amague en el aire, mientras el centro venía en el aire. En el área se escuchó el grito de Rocha con un alerta:
-“¡Ahora no, Pepe!”
Pero ya era tarde. La mano del “Pepe” había soltado el puñado de “tierrita” a la cara del golero Santoro. Se generó un borbollón. Empujones. Gritos. Insultos. El árbitro peruano descendiente de japonés –Arturo Yamasaki- apreció la incidencia y expulsó al “Pepe” (no existían las tarjetas rojas). Peñarol con diez hombres se tiró atrás buscando mantener la igualdad. Aguantó trece minutos más. Un gol de Raúl Bernao selló el pleito. Estoy seguro que si Peñarol hubiera aguantado el empate la historia tenía otro final. En la revancha los aurinegros en Montevideo lograban el título. El destino no lo quiso así…
Sin el “Pepe” suspendido, suplantado por Miguel Reznik, los aurinegros desplegaron un juego notable y arrollador. El triunfo 3:1, incuestionable, abrió la chance de la definición en el tercer partido en Santiago de Chile. Máspoli dejó al “Pepe” en el banco y mantuvo el mismo equipo. Una notable actuación de Independiente conducido por Mura -aquel pequeño demonio- a lo que se sumó un penal errado por Rocha y una noche negra de todo el equipo (incluido Sacía que ingresó en el segundo tiempo), el 4:1 en contra permitió que los rojos de Avellaneda consiguieran el título por segunda vez. Fue el último partido del “Pepe” con la camiseta aurinegra. Al retorno, Sacía fue separado del plantel.
A los 31 años se corría el telón de su mejor época. Después jugó en Rosario Central donde conoció la bohemia de la entonces llamada “Chicago argentina” , con un flaco alto, rubio, nacido en Fisherton, que jugaba muy bien pero no “metía”: César Luis Menotti. Retornó a Defensor, otra vez la celeste, la segunda Copa del Mundo en Londres’66, los enfrentamientos con Ondino Viera y la“banda” que armaron con “Pepito” Urruzmendi, el “Chufla” Ramos y el “Peta” Ubiña. De la mano de esa amistad surgida en Londres y por el pedido del “Pulpa” Etchamendi, llegó a ponerse la camiseta de Nacional en 1968. Luego otra vez Defensor y el final en Racing, con el pase libre, pisando los 40 años. Después su trayectoria de director técnico. Después la temprana partida. Tenía 62 años.
Una última reflexión para el final que –pienso- también sirve para demostrar cómo cambia el mundo y los contrasentidos que fácilmente pueden encontrarse entre el pasado y el presente. Aquel fútbol por donde pasó el “Pepe” con su guapeza, su talento y su picardía, estaba inmerso y pertenecía a un tiempo sin la violencia que de diversas y muy variadas formas de terror, hoy reina sobre la tierra. Por tirarle “tierrita” a Santoro fue expulsado y suspendido por la Confederación Sudamericana por un partido. ¿Qué diferencia existió entre la picardía del “Pepe” y la de Luisito Suárez ante Italia en la Copa del Mundo? Ninguna. Inclusive, pienso que fue una acción mucho más antideportiva la cometida por el “Pepe”. La diferencia está en los tiempos. El contrasentido, en vivir hoy en un mundo mucho más violento que aquel, que en busca de paz, multiplica y recrudece las sanciones. El castigo a la “picardía” es más brutal.
PD: Un día del último año del siglo XX, recibí en Tenfield que recién estaba en marcha, una llamada de Sheila. Me pidió que pasara por su casa, sin darme más detalles. Vivía en un apartamento pequeño, en Pocitos, que había quedado como testigo de aquel pasado esplendor junto al “Pepe”.
-“Tome Garrido, déselo a Paco Casal. Antes de morir Pepe me dijo que esto era para él y yo quiero cumplir”.
Abrí el estuche después de saludarlo y retornar a la oficina. Era el reloj de oro, regalo de Peñarol, entregado por el club a los Campeones del Mundo de 1961. Por este motivo, cada vez que escucho el final de la canción que Estrázulas y Jaime le dedicaron al “Pepe”, se me hace difícil contener la emoción: “porque el silencio sabe jugar”…