El estilo de Abbadie
Técnico, dribleador, veloz, siempre levantaba la cabeza e iba directo hacia el arco. No era de los que dan vueltas. No buscaba su gol ni su lucimiento personal. Jugaba para ganar, para el equipo, pero la elegancia era lo que más impresionaba en aquel puntero entrecano, que ya no malgastaba energías, y suplía con inteligencia el trajín de sus cuarenta años. Corría el año 1969. Había debutado en 1948.
-En esa, mi última etapa en Peñarol, del 62 al 69, cuando volví de Italia, creo que logré más que en toda mi carrera anterior -me dijo una vez, en su casa de la calle San Marino a una cuadra de la Rambla-, pero lo que da tranquilidad es que siempre actué con nobleza, sin crear problemas en las tres instituciones donde jugué, Peñarol, Génova y Lecco, con la aspiración de triunfar y ganar dinero con un comportamiento realmente profesional, y no me arrepiento de haber optado por el fútbol como trabajo. Hoy lo veo por televisión…
-¿No va al estadio?
-Voy de tanto en tanto. Generalmente voy a los clásicos, porque los clásicos tienen una intensidad y una emoción incomparables. Por peor que esté el fútbol, cuando se enfrentan las camisetas de Peñarol y Nacional entra en juego una rivalidad interminable.
-¿Es más o es menos que Génova-Sampdoria?
-Es igual. Ese es otro clásico impresionante.
-Luego de retirarse como futbolista, ¿no le entusiasmó la dirección técnica?
-Trabajé un poco como entrenador en Danubio, en Progreso, en Maldonado… No es que no me entusiasmara. Sucede que no me gusta que me manoseen y acá el técnico es muy manoseado. Está manejado por la hinchada, está manejado por socios y eso no lo acepto. Estuve en Maldonado dos o tres años y hubiese seguido acá si se pudiera trabajar en un cargo fijo, pero eso de que al técnico lo echan a los dos meses o al tercer partido perdido, a mí me avergüenza -afirmó con auténtica indignación.
-Me contaba el Pato Aguilera que para el recibimiento que le hicieron en Génova fue muy importante el recuerdo que usted dejó.
Se congratula y recuerda:
-En cambio cuando yo llegué estaban con mucha desconfianza hacia los sudamericanos, porque habían contratado al argentino Boyé y, después que le pagaron, jugó tres partidos, hizo las valijas y se volvió a Buenos Aires. Entonces cuando yo fui a hacer contrato me dijeron: “no, espere un momentito…” con toda razón. Estaban alertas, pero a medida que fui jugando los fui ganando. No es fácil entrarles a los genoveses, pero después que se entra son muy efusivos. Después que yo me fui de Génova, le pusieron mi nombre al equipo de fútbol de un club de pescadores a donde íbamos a comer pesce fritto. Me emocioné mucho cuando me enteré. Y cuando llevaron al Patito me llamaron para preguntarme por él y yo di buenos informes, porque aunque no lo aparenta físicamente, el Patito es un gran jugador. Es vivísimo y antes de recibir ya se la pasó a un compañero. Y hace goles.
Abbadie se recuesta al respaldo de su sillón y sentencia:
-Han cambiado mucho las cosas. Hoy en día ningún equipo uruguayo es parejo. Un domingo un equipo juega de manera entusiasmante y al otro uno lo va a ver y es un desastre. Eso tiene que ver con los promedios de edad en los equipos que es demasiado bajo (los campeones del mundo siempre tuvieron promedios de edad en torno a los 28 años) y también con que por estar descapitalizados, los clubes no son dueños de sus jugadores. Y con tantos jugadores en préstamo, sucedo como en el básquetbol cuando los clubes juegan reforzados; las instituciones pierden identidad y los equipos no se estabilizan, pero en fin… el fútbol sigue y acá no va a morir nunca, porque el uruguayo nace futbolero.
La pelota en el barro
-Debimos haber salido campeones en 1954. Empezamos ganando cuatro partidos. Después nos perjudicó la lesión de Obdulio, yo también me lesioné y Hungría era un cuadrazo, con una sincronización increíble. Con todo se perdió en el alargue y cerca de los 90′, estando dos a dos, una pelota de Schiaffino se quedó en el barro a pocos centímetros de traspasar la línea del gol.
Hoy traspasó la línea de sombra Julio César Abbadie, un estilista del fútbol que limpió a la pelota de barro y la colgó mil veces del cielo, a la altura justa de la cabeza indicada.