El clásico
Grondona, si quiere, puede elegir de clásico el partido que históricamente Argentina más haya ganado. Por nosotros puede elegir a Brasil o a Grecia si prefiere (país clásico si los hay). Para Uruguay en cambio no es tan sencillo, porque así como nos reconocen por la hazaña de ganarles frecuentemente a las más encumbradas, también hemos perdido más de una vez con selecciones relativamente bisoñas. No sé si para sentirnos más ganadores -si de eso se tratase- nos convendría elegir de clásico a Costa Rica, por ejemplo. Probablemente no. Pero el hecho es que los clásicos no lo son porque se le cante a Grondona o a mí o porque sean con un rival con el que históricamente hayamos perdido menos que con otro. Los clásicos son clásicos porque perduran en el tiempo. Desde La Eneida (elijo a Virgilio porque es el narrador antiguo más vigente, no por el gol de Pedro Virgilio que decidió el clásico en la final del Sudamericano del 67 en el Centenario) hasta Shakespeare. Si existe un clásico en el fútbol es Uruguay-Argentina.
Uruguay y Argentina llegaron a la cima de las competiciones de fútbol desde la cuna. Porque fue cuna de inmigración italiana peninsular (de cultura calciatore) en un entorno de fuerte integración social y de progreso. Fueron los primeros en reiterarse en finales de Campeonato del Mundo (dos al hilo), pero son un clásico cuando se enfrentan en una cancha de fútbol, porque esa costumbre de definir campeonatos entre ellos y andar a la par, la mantienen hasta hoy, hasta hoy mismo en el mismísimo estadio Centenario.
A estos gurises celestes se les pide compromiso con la historia. Han demostrado que lo tienen. Ya es con su propia historia que esta gurisada más está comprometida, porque pudo y supo mantener el nivel de competencia para que Uruguay siga siendo ante Argentina el mayor clásico del fútbol.
Esta gurisada nos clasificó para otro Mundial de la categoría, el quinto consecutivo, todos en el proceso Tabárez y llega a la final definiendo el título. Ninguno guarangueó. “Vamos a dejar todo en la cancha” es lo que dijeron.
No sé si va a alcanzar para que Uruguay sea Campeón (hace casi cuarenta años que no lo consigue en Sub-20), pero si dejan todo en la cancha, va a alcanzar para reafirmarnos en este camino que en los ochenta y en los dos mil ya largos (que empezaron en el festejo por el Vicecampeonato de Malasia 97) nos devolvió a la más alta competencia.
Este camino no exige a la actualidad desde una supuesta predestinación o superioridad genética que nada tienen que ver con la historia. Es el camino que reconoce que ahora para salir Campeón no basta con ganar el clásico (aunque esta final así lo haga parecer), como bastó en tantas décadas, con mucho menos desarrollo universal del fútbol masificado como negocio, en que Uruguay y Argentina fueron excluyentes (por eso tienen tantos títulos sudamericanos), el camino que -saberlo nos concentra en él- es la recompensa.
Obvio: igual que Argentina, con menos o más ansiedad para peor del que más la tenga, queremos ganar y un poco más que Argentina, que le sirve un empate, podemos perder, pero no está escrito en la panza de ningún astro, ni en la espalda de ninguna estadística, quién tiene que ganar.