De qué hablamos cuando hablamos de fútbol
Me reencontré hasta con mi primera novia. Novia por decirle ¿qué película viste? o ¡qué lindo te queda el buzo! Ahora es divino, en la discoteca donde trabajo los muchachos mientras bailan se gritan: “¡¿Cogés esta noche?!” “¡Esta noche no puedo! ¡Mañana!”… y uno en los bailes les decía: “¿Estudia o trabaja?” “¿El jazz o la típica?” Qué tarado. Me reencontré con mi primera noviecita, de casualidad, en la calle, y también me reencontré con mi primera esposa, en el juzgado, pero al bar no me había animado a entrar.
Había pasado hasta por enfrente, pero no juntaba fuerzas y doblaba la esquina. Finalmente esa noche me animé y el Gallego me vio. Nos reconocimos y no dijimos nada. Fue a servir una mesa. Esperé a que volviera al mostrador.
–Gallego –le dije, sin mirarlo–, abrí un pan y llenálo de mortadela. Y llená un vaso de vino. Pero no de ésos. De los grandes.
Y no lo saludé. Me dio miedo. Lo vi viejo. “Andá a saber cómo anda del corazón” pensé. Pero en realidad tuve miedo de mí mismo, de mi propio corazón. Me trajo el especial y el vaso a una mesa contra el ventanal y tampoco entonces nos miramos. Yo quedé sentado de espaldas a la barra, viendo pasar los coches.
¡Las cosas que me toleró este gallego! Yo le echaba clientes. Le hacía organizar comidas para los pibes que andaban necesitados, pero entraba cada malandro… Y el Gallego era bravísimo. “Capaz que se enoja porque no lo saludé y me pega un tiro” pensé, pero despachó a un cliente, se me acercó, me miró a los ojos… y me ordenó:
–¡Venga un abrazo!
Lo abracé con desesperación de años.
–¿Qué es de tu vida? –me preguntó, sentándose a mi mesa. Yo sentía los últimos palmoteos todavía resonando en mi espalda y estaba inesperadamente feliz.
–Tengo una discoteca en México. Cuando me toca hacer de barman me acuerdo de vos… las cosas que me aguantabas…
–¿Y la niña?
–Mi Dios… Está tan linda que los mexicanos me preguntan de dónde la robé.
–¿Y ella? –me preguntó, precavido pero sin vueltas.
–Ayer la vi en el juzgado. Vine a eso. Porque la niña vive con ella y yo tenía que firmarle una autorización. ¡Está preciosa, Gallego! No te hacés una idea. Le dije que me alegraba saber que se había casado bien, y más que se había casado con Alfredo. Se lo dije sinceramente, de corazón, por ella y por la niña, y también por él que siempre fue muy bien y ahora es además un tipo solvente. Se lo dije porque es lo que siento, sin caretear, Gallego, te lo juro. “Es muy buen hombre –le dije–, es el hombre que vos te merecés –le dije–”. ¿Vos sabés, Gallego, lo que me contestó? “Pero no toma”, me contestó. ¿Te das cuenta? Como si yo le hubiese dicho “es un aburrido, te va a hacer infeliz, no se puede comparar conmigo”. “Pero no toma” me contestó.
–¡Qué puedo decirte! De fútbol y de amores sé bastante menos que tú.
–¡También yo… casarme con la gurisa más linda del barrio! Yo, que era el más feo ¿te das cuenta? Era obvio que no iba a durar. La fama no dura. Yo ya tomaba, pero no era borracho, era crack.
–¡Eras el más feo y el peor…! ¿Te acuerdas de las despedidas que te hicimos por aquella gira que nunca hiciste?
Rió y consiguió sacarme de la nostalgia triste en que había caído.
–Dejá, Gallego, que me tuve que borrar del barrio hasta que saliera un viaje. Me hicieron despedidas hasta en la farmacia. Hasta el padre Roberto me hizo una. Y la gira se postergaba…
–Vamos, que esa gira tú te la inventaste…
–No jodás, Gallego. Se suspendió y al tiempo la anunciaron de nuevo. Los dirigentes se pasaron postergándola. Si estábamos en pleno verano y me hicieron comprar un sobretodo porque en Hungría hacía frío. Vamos a brindar. Traéte un vaso de éstos para vos. Al final tuve que empeñar el sobretodo y me las tomé, porque me habían hecho más de veinte despedidas y empezaron a pensar que los había estado jodiendo.
–¡Vamos! –gritó el gallego desde el mostrador; sirviéndose de la damajuana–. Era lo menos que podíamos pensar.
Volvió con el vaso lleno. Todo el bar para nosotros y nuestras risas.
–Pero al final te salió un primer viaje. Fuimos todos al aeropuerto a despedirte ¿te acuerdas?
–¡Salud! Por la amistad a pesar del tiempo.
–¡Por la amistad!
–¿No me voy a acordar? Si con los nervios me olvidé de llevar los zapatos de fútbol. Y me di cuenta en el avión. No me animaba a decir nada: Cuando estaba en el estadio fui hasta el vestuario de los paraguayos y le pedí al utilero que me consiguiera un par, “porque los míos no me calzan bien” le dije. Los que me dio el paraguayo los tuve que rellenar con papel de diario.
–Eso es. A Asunción del Paraguay. Ahora recuerdo bien.
–Un partidazo: íbamos perdiendo tres a cero, penal para nosotros y el capitán me dijo que lo tirara yo. Vos sabés que yo en el barrio de tres penales que tiraba erraba cuatro. Pero tomé carrera y me largué. Cuando estaba llegando a la pelota, oigo que el técnico grita: “¡Vos no!” Casi me desgarro una ceja, Gallego. Le pegué de punta y entró arriba de la cabeza del golero. Después todo anduvo bárbaro, mi vida de jugador fue una fiesta, hasta que me lesioné de los meniscos. Me operaron. Cuando vi la cicatriz quise morirme, Gallego. “¿Qué me hizo? ¡¿Una cesárea?!” Le dije de todo. Me dijo que había encontrado complicaciones y que tuvo que seguir cortando. ¿Sabés el tajo que me había hecho? Como para sacar los ligamentos.
Miré por la ventana, como si me avergonzara decirlo:
–No pude volver a una cancha.
–Y bueno: no se terminó el mundo.
–Más o menos, Gallego. La vida de futbolista es un parpadeo. Y al final quedás más abajo que cuando empezaste. A mí me dio por esto –levanté mi vaso, me lo mostré a mí mismo–. A Suñé por tirarse de un cuarto piso. Yo no estaba preparado para lo que el fútbol me brindaba, ¿sabés? Sí, lo sabés. ¿Te acordás de aquella profesora con la que casi termino casándome? Cuando hice mi primer gol en un clásico, me llamó después de clase, para preguntarme si el de la foto del diario era yo… Todo te llega sin que te des cuenta y después te sacan todo de repente. No estaba preparado para la plata, ni para la fama y me desbordaron cosas que otros anhelan, y que a uno le llegan tan precipitadamente, que no sabe cómo manejarlas. Cuando aprendés a manejarlas… ya se te fueron.
No me interrumpió, me miraba piadoso no más.
–Entonces tampoco estás preparado para el vacío que te deja dejarlo. Los jugadores de fútbol quedamos peor que los boxeadores. Los golpes sicológicos son peores que los ganchos y los directos.
(Este relato está inspirado en alguna historia de Abayubá “Loncha” Ibáñez y alguna de José “Pepe” Urruzmendi y es una de las tantas respuestas posibles al título de uno de los mejores libros de cuentos que he leído: el del norteamericano Raymond Carver, De qué hablamos cuando hablamos de amor.
A veces, de fútbol).