¡Chau Dios Verde!
Su nombre y apellido figuraban solamente en la cédula de identidad. Carlos Modernell. Allá lejos, por el año 1963, para los botijas que vivíamos en las inmediaciones del Club Yale, era el Dios Verde, el letrista de la Milonga Nacional. Cada noche íbamos con Martincito Garabedian que jugaba como un crack en la 5ª. de Peñarol; Julito Matturro que se fue hace pocos días, en la tarde que jugaban en Asunción Uruguay y Paraguay, y andará por el cielo con la camiseta anaranjada de Sud América en el pecho, recordando su vida junto al club que presidió su padre; y Juancito Lema que soñaba con relatar cómo Solé.
La calle donde sigue estando el Yale se llamaba Junta Económica Administrativa. Enfrente vivía don Ricardo, nada menos que Ricardo Faccio, siempre vinculado a Nacional, gloria del club en la cancha y hacedor de campeones como entrenador de las inferiores y ayudante del primero. La estrella del Yale en el rectángulo de bitumen negro y rayas blancas era el Canario, un muchacho de enorme talla, bigotes y voz gruesa, cuyas tardes transcurrían en la cancha de bochas de Universal, unas cuadras más allá, hacia el Palacio Legislativo por la avenida Gral. Flores a unos metros de la esquina José L. Terra. A los fondos del café Sud América. Ahí, en el Yale, ensayaba la Milonga Nacional.
La letra escrita a mano en un rollo de papel enorme que corría un pibe dando vueltas una manija mientras el coro la leía y cantaba. La grappa, el Espinillar, la Añeja Especial y el whisky Ancap entonaba a los murguistas y calentaba el gargero, como ellos decían. ¡Tiempos sin bebidas importadas! No existían. No se vendían en el país. Ancap mantenía el monopolio de la producción de alcoholes y la economía cerrada impedía la llegada de productos extranjeros.
Quienes manejaban la murga eran tres personas que iban y venían; daban indicaciones; tachaban palabras sobre el papel con la letra y escribían otras palabras. Ahí supimos que eran los que “sacaban” el conjunto: Pepe Gares, Viruta Rivero y el Dios Verde. Éste último joven, flaco, de pelo renegrido y bigote finito al que entonces llamaban “sardinita”, era el autor de la Milonga.
Algunas noches llegaba un hombre con algunos años más que todos. Grandote, gordo y con barriga, en mangas de camisa –como se decía entonces-, a quien todos los murguistas saludan con respeto. Tenía pinta de Papa. Era Dalton Rosas Riolfo, el dueño del título de la murga y uno de esos personajes maravillosos de aquel Uruguay que se fue y que, lamentablemente, su trayectoria de vida no ha sido escrita aún. Algún día llegará a los libros o será la parodia de los Zíngaros o algún otro grupo de carnaval.
Aquel Dios Verde a quién luego conocí en el ajetreado mundo del periodismo, era un fenómeno por la innata capacidad que tenía para escribir en versos rimados sobre cualquier cosa. Su recorrido en la vida lo llevó a desempeñarse en innumerables tareas, todas vinculadas con el arte murguero y popular.
Después, muchos años después fue el Gauchito del Talud, seudónimo con el que entró a la fama en una larga etapa hasta el final de sus días, desde aquellos comienzos en CX12 radio Oriental en 1975 y que también publicaba El Diario de la noche. Hasta el último soplo de su vida, cada noche, ahora con el sol de la vida en la espalda, los escuchaba por radio Oriental, en la audición Hora 25 que conduce Javier Máximo Goñi, al cerrar el programa a las doce de la noche. Su voz cascada, aviejada, daba pruebas de sus largos años vividos. Su talento para escribir versos mantenía la lozanía de sus mejores años.
Su labor no se quedó sólo en eso. En un momento revivió un viejo personaje que hizo época en la vieja radio Carve. Era el Peluquero. Un monólogo radial realizado mientras cortaba el pelo al cliente y reflexionaba sobre la actualidad política, deportiva, artísticas y todo lo que viniera a su mente. También, durante muchos años, Ruben Pellicer lo contrató para trabajar en la Criolla del Parque Roosevelt. Cada jornada de la semana santa sus versos escritos allí, en un momento, en pocos minutos, él mismo los decía en el micrófono colaborando con el narrador de las jineteadas.
Quería dejar este adiós a Carlos Modernell con la que debe ser su ícono y que nació, justamente, en aquellos años primeros de la década del sesenta cuando íbamos con los muchachos a ver ensayar, todas las noches, a la Milonga Nacional.
Murga es el imán fraterno que al pueblo atrae y lo hechiza
Murga e la eterna sonrisa en los labios de un Pierrot
Quijotesca bufonada que se aplaude con cariño
Y es la sonrisa de un niño al que ofrenda su canción.
Murga son las mil esquinas que atesoran sus recuerdos
Con un coro que en el cielo por siempre quiere grabar
Las musas casi sin rima del poeta que es bohemio
Tejió en alas de sus sueños romances al carnaval