El Pistola vuelve al Estadio
Por cierto que lo vemos en el Estadio cada vez que juega Uruguay, pero esta noche vuelve Progreso al Centenario después de cuatro años y allí lo veremos al Pistola Marsiscano con los ojos del cuore.
Había tenido seis infartos y no dejaba de trabajar ni de ser niño. Cuando no sonreía, parecía ausente o asustado. Pero casi siempre sonreía y sus pupilas azules se sorprendían como recién amanecidas. “Nosotros, los niños pobres de antes, éramos ricos en alegría –decía–. Lo peor que nos podía pasar era que el viejo no nos dejara salir a jugar porque no habíamos limpiado la cocina con ceniza. Pero cuando venía de tarde, después de vender El Tiempo y La Tribuna –yo a los nueve años ya andaba vendiendo diarios–, me iba derecho al campito. Armábamos los arcos con piedras y sacos y teniendo una pelota de trapo éramos felices“.
Probablemente sea así la sonrisa del que zafó de sus propias carencias y se encargó de las de todos. Es una vieja intrusa esa sonrisa. Hasta tiene la clandestinidad y el morbo de lo intruso, como si se festejase a sí misma, en una cara de canillita hecha para la pelea.
Encima de la sonrisa una gorra de lana. Debajo de la nariz de toronja que todo murguista debería tener, el uniforme de guarda de COPSA. Así vestía cuando lo conocí a Daniel Marsiscano, hace veintitrés años, detrás de un arco de la cancha del Charrúa donde practicaba la selección. Yo, por esa timidez que tenemos los vanidosos, pasaba más desapercibido de lo que mi flamante oficio de periodista exigía y él, que era como yo parecía, piedra pequeña, guijarro humilde, se metió a conversar conmigo. Me preguntó de qué medio era y nos pusimos a comentar la chance del equipo que iría al Mundial. Yo no le pregunté nada. ¡Qué me iba a imaginar que ese que se había arrimado a hablar conmigo era un dirigente que viajaría con la delegación! Pensé que era un vecino del parque Rivera –venido del Norte más probablemente que de Carrasco Sur– que había aprovechado la práctica para ver a los crack y tomar el solcito del atardecer invernal. El uniforme gris, tal como lo llevaba desalineado, podía ser de guarda o de algún hospicio.
–¡Pah, qué lío cuando debuté de guarda! –me dice, sentados a una mesa en el gimnasio del club Arbolito de La Teja, frente a la plaza Lafone y se masajea la cara como para despertarse de una pesadilla–. ¿Vos sabés que tenía que hacer una prueba de cuentas y una redacción y yo no había terminado ni primero de escuela? Me habían llevado a hacer la prueba los guardas y choferes que me conocían de subir a los ómnibus a vender diarios, el Fürher Rodríguez (que le decían el Fürher por el carácter del diablo que tenía, pero un buen compañero) y Wilson Guiso, un amigo. Tuve que confesarles que no sabía escribir ni hacer cuentas. Entonces me dijeron que me llevara los papeles para casa y le pidiera a alguien que los llenara por mí. No se me ocurrió mejor idea que llevárselo al cura Manzi, de Don Bosco, que me quería mucho. El Cura hizo la redacción y las cuentas. Pero el padre Manzi tenía la mejor caligrafía de toda la orden de los salesianos. ¡¿Y esto lo escribió el Pistola?!, preguntó el inspector de COPSA que tomaba los exámenes y me había visto alguna vez arriba de un ómnibus. “¡¿Qué?! ¡¿No puede ser estudioso el botija?! –le dijo el Fürher–. De noche, cuando deja los diarios se va a estudiar a Don Bosco“. Así que entré sin saber nada y me pusieron en una línea a Jaureguiberry donde iban pasajeros habituales, cosa que yo empezara preguntándoles a los pasajeros cuánto era que siempre pagaban. Ninguno se aprovechó para decirme de menos. Pero subió uno que esa vez se bajaba antes, en Santa Ana, y no sabía cuánto era. Yo lo conocía porque le había vendido alguna vez algún Diario de la noche y le dije “qué le voy a cobrar a usted si es un cliente: pase”. Eso sí, le vendí un diario. Porque el primer mes, tuve que seguir vendiendo diarios para comer hasta que cobrara. Era guarda y diariero a la vez. Vendía boletos y “Acción, Plata, El Diario”, seguía voceando los diarios en el ómnibus desde el asiento del guarda. “Compre los diarios de la clase obrera –decía–: La Justicia y El Sol”. El primer inspector que me tocó era Wilson, un amigo. No me hice problema.
–¿En qué kilómetro vamos? –me preguntó.
–Y… si no vamo’ en el veinte, vamo’ en el treinta –le contesté.
–No, Pistola; tenés que poner atención. ¿Cuánto cobrás de acá a Jaureguiberry?
Me acordé del cliente.
–¿Y a vos qué te voy a cobrar si sos mi amigo?
–No, Pistola. No jodas.
–Si sube mi viejo, ¿le cobro? No. ¿Cómo te voy a cobrar a vos?
–Poné atención. Mirá que conmigo no pasa nada. Pero un día de estos sube el “Mano Negra” y se te va a complicar.
El “Mano Negra” era el inspector más temido por todos los guardas. Se llamaba Pedro Rusilo.
Cuando subió no me preguntó nada. Me pidió la planilla. Entre que yo tenía unos números espantosos y que el ómnibus se movía, mi planilla parecía un cardiograma. Era ilegible. Pero Rusilo qué hizo: se sentó al lado mío como cincuenta kilómetros y me fue enseñando a llenar la planilla. Se bajó en La Floresta. No podía fallar, ¿te das cuenta? Si hasta el más malo me trataba bien…
Después con el tiempo las anécdotas se agrandan y se empieza a exagerar. Dicen que un día de lluvia dije que había llegado tarde porque el Pantanoso no daba paso y Eduardo Astibia, que era del Cerro, había llegado antes que yo. En COPSA tienen mil anécdotas mías. Porque los choferes contaban. Un día se subió al ómnibus un señor llamado Cleto, que era yerno del intendente Germán Barbato, y dueño de una granja enorme frente al control, que antes estaba en Mercedes y la diagonal ancha de Agraciada (Ahora Libertador), donde yo iba a atajar los ómnibus interdepartamentales, donde estaba el Pitín Bar, ahí. La madrugada del 31 de diciembre del 50 yo salí a vender revistas tempranito pa’ hacer un peso para pasar fin de año, porque en el rancho de los Marsiscano no teníamos ni pa’ un puchero. Y Cleto me ve ahí y me dice si no quiero trabajar de cadete ese día, que había mucho trabajo. Resultó que a la noche, como era de fin de año, el hombre se fue a pasar con su familia y yo me quedé atendiendo el negocio que esa noche quedaba abierto hasta casi las doce. Yo estaba esperando que me pagara lo que había trabajado para llevar algo para casa que no había nada. Cuando se va, me da dos pesos cincuenta que era lo que me tocaba. Pero me daba para un pan dulce y nada más. Entonces le pregunté si podía llevarme mercadería y después me la descontaba de los jornales. “Sí, llevate lo que quieras“, me dijo.
Fue su minuto fatal.
A las once y media, antes de cerrar, llamé a Artigas, el taxista de Rio Negro y Mercedes y cargué el taxi hasta el techo. “Heredia 4274”, le dije. Esa noche el rancho de los Marsiscano fue un palacio. Comimos como reyes y nos quedó pa’ todo el mes. A la granja no volví nunca, porque con lo que me había llevado tenía que trabajarle gratis un año entero. Y no lo vi más a Cleto, hasta que justo un día se toma el ómnibus en que yo estoy de guarda. Me zampé la gorra hasta los ojos y mirando pa’ otro lado le dije “pase”. No le cobré, me hice el boludo y le escondía la cara, pero cuando me di cuenta que me miraba y me reconoció, me le adelanté: “¡Mirá que me explotabas vos! –le grité–. Me hiciste trabajar veinte horas por dos guitas”. “Pero vos alguna cosita te llevaste, Pistola“, me dijo.
Y me quedó para siempre. Cada vez que alguien está de vivo o se queja sin razón en COPSA, los muchachos dicen: “pero vos alguna cosita te llevaste, Pistola”.
Después fui cantinero en Progreso. En el 82, cuando cayó la tablita, venían los gurises a mangar a montones y yo tenía de pizzero a un compañero que había estado en el penal de Libertad, Artigas Durán, se llamaba. Un día le digo: “Escuchame, Durán, ¿Qué te parece si hacemos un comedor para niños? Así no podemos seguir y de repente, a través del fútbol…”. Así fue. Los primeros sesenta y dos platos los consiguió un muchacho Píriz que falleció hace poco. Empezamos con sesenta y dos botijas. En el 85, cuando conseguí con Maglione el campamento de Educación Física de Parque del Plata para que los botijas del merendero fueran de vacaciones, ya eran doscientos; llegamos a más de trescientos comiendo ahí. El día que Maglione me dijo que podía usar el campamento después de temporada, o sea a partir del 4, 5 o 6 de marzo, por una semana o diez días, recién me puse a pensar en el ómnibus, en la comida, en que eran dos gambas de pibes para meterlos todos ahí… Pero llegué al merendero y les comuniqué. “Bueno, compañeros, ustedes como todos los chicos tienen el mismo derecho a ir de vacaciones. Dentro de ochenta días vamos a ir a Parque del Plata. Lo único que les vamos a pedir es que pidan para hacer las necesidades en el momento oportuno, que respeten a doña Ramona (que era la cocinera) y a las compañeras y que sean solidarios”.
Al día siguiente, un tal Marquitos que comía ahí me dice: “Daniel, faltan setenta y nueve días“. Me contaron todos los días para que no me fuera a olvidar o que no les fuera a mentir. Salí a buscar comida. Porque en el merendero almorzaban, pero en Parque del Plata tenía que darles desayuno, almuerzo, merienda y cena. Un muchacho que era presidente de Basáñez, J. R. Rodríguez, que tenía el puesto 14 en el Mercado Modelo, me resolvió fruta y verdura. Homero Bagnulo, que era dirigente de Nacional y tenía fábrica de zapatos pagó toda la carne para diez días en la carnicería de Vázquez y Guayabo. Damiani llamó a Villar del Maestro Cubano y le dijo: “Va a ir Pistola Marsiscano en un ómnibus, todas las mañanas, a buscar pan y bizcochos para ciento ochenta gurises. Dales de todo que lo pago yo“. Gazzani, el Presidente de Cerro, que tenía almacén por mayor y Tabaré le había atendido a la señora, puso todos los otros alimentos que faltaban. Y así fue. Diez días que no sabés cómo comieron. Y te nombro tres o cuatro pero Paco, el Tano Gutiérrez, Ruben Sosa, el Enzo, todos gurises que no se olvidaron de su origen, colaboraron para el merendero. A muchos de ellos, como Sosa o el Pato Aguilera, los conozco de cuando fuimos al Sudamericano juvenil del 82, a Bolivia… Pal’ gimnasio también puso Abulafia y Paolo Montero para el merendero, un fenómeno. Te voy a contar una anécdota. Cuando vendimos a Jacinto Cabrera al Valladolid, hace como veinte años, Jacinto dejó pal’ merendero el veinticinco por ciento de todo lo que agarró. Cuando me junté con esos cinco mil dólares de aquel entonces, quise hacerlo recapacitar porque probablemente fuera la única plata grande que Jacinto iba a agarrar en su vida. Pero me paró en seco. “Pistola –me dijo–, yo comí ahí”.
La última vez que lo abracé fue en julio pasado, en el Museo del Fútbol, cuando se presentó la donación del profe De León al Museo.
–¿Tás bien, Pisto?
–Sí, cada vez que voy, el Barba me manda de vuelta… –alzó los hombros.
El Barba es otro de los amigos de Marsiscano, es con el que da las vueltas en la barca negra que canta Tabaré Cardozo. “De la pensión, veintemil leguas de viaje clandestino”.
–Sí, Marsiscano vive ahí -tuve que decirle a mi amigo Gonzalo Alsina, cuando al día siguiente me preguntó, atónito, si la pensión de La Tejadonde lo había dejado la noche de la presentación era donde vivía, porque después que presentó Julio Calcagno De Schiaffino a Forlán en el Florencio Sánchez del Cerro, se nos hizo tarde charlando y el Pisto se quedó sin bondi paraLa Teja, entonces le pedí a Gonzalo que lo arrimara, ya que éste seguía en su auto hasta Portones de Carrasco. Gonzalo lo había conocido personalmente esa noche y se extrañó, aunque sabía que Marsiscano movía todas las montañas, siempre para los otros.
Cuando el Coco Rodríguez atajó los penales de la serie de desempate que definió el último ascenso a Primera a favor de Progreso, pensé que ese infarto del Pistola sería el séptimo. “Crack perdido entre los cracks”, fue a encontrarse con el Barba. Alguna cosita el Pistola se llevó. Lo puesto, la cotización al día en un cincuentenario carné gremial y las alas nomás de tantos corazones de todo pelo. Se fue tan ligero de equipaje que la barca salió volando por el Pantanoso hacia donde él estará con su amigo para siempre, nuestra memoria, ésta y cada noche con las luces del Estadio.
http://www.youtube.com/watch?v=fQFUfocBNVI